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Diplomacy

La ONU en crisis: Justicia sin fuerza, fuerza sin justicia

NUEVA YORK, EE.UU. - 21 DE JUNIO DE 2013 - La sala del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, con sede en la ciudad de Nueva York, se encuentra en un complejo diseñado por el arquitecto Niemeyer y abierto al público.

Image Source : Shutterstock

by Francisco Edinson Bolvaran Dalleto

First Published in: Sep.22,2025

Oct.02, 2025

Resumen

La Organización de las Naciones Unidas (ONU), a ochenta años de su creación, enfrenta una crisis estructural que revela la tensión entre justicia y fuerza. Este ensayo examina cómo el diseño del Consejo de Seguridad, con su derecho de veto, perpetúa un orden desigual heredado de 1945 y limita la eficacia del sistema de seguridad colectiva. A través de perspectivas teóricas — Morgenthau, Schmitt, Habermas, Falk y Strange — se muestra que el derecho internacional sigue subordinado a intereses de poder, que la universalidad proclamada encubre hegemonías y que las dinámicas económicas globales escapan al alcance institucional. Casos como Kosovo, Libia, Gaza y Myanmar ilustran la parálisis y la deslegitimación de la Responsabilidad de Proteger. Frente a este escenario, se plantean dos caminos: reformar el multilateralismo con límites al veto y mayor representatividad, o resignarse a un orden fragmentado. La conclusión es clara: sin adaptación, la ONU será un foro simbólico, volviendo crónico la incapacidad de responder a los desafíos actuales.

Dag Hammarskjöld, segundo secretario general de la ONU, advirtió: “Las Naciones Unidas se crearon no para llevarnos al cielo, sino para salvarnos del infierno”. [1] A ochenta años de su fundación, esa promesa parece tambalear frente a múltiples guerras, como las que suceden en Gaza, Ucrania, Sudán o Myanmar, entre muchas otras, percibiéndose cierta inoperancia, pérdida de prestigio y una impotencia colectiva: ¿la ONU ya no cumple el rol que alguna vez asumió? A primera vista, se culpa solo a la naturaleza de la institución misma. Pero la raíz del problema pareciera no estar únicamente en Nueva York, sino en las principales capitales del mundo. La ONU no es más que lo que los Estados le permiten ser. Su eficacia depende de la voluntad de quienes la integran; y la verdad incómoda es que las grandes potencias prefieren limitar su alcance antes que ceder parcelas de soberanía. Como señaló John Rawls, un sistema internacional justo exige que los pueblos acepten principios de justicia comunes. [2] Hoy, en cambio, es una constante que el interés colectivo cede sistemáticamente frente al particular. El Consejo de Seguridad es el símbolo más evidente de esta contradicción. Sigue anclado en la lógica de posguerra, con cinco miembros permanentes aferrados al privilegio del veto. Ese poder, discutido con escepticismo ya en San Francisco en 1945, se transformó en una herramienta de parálisis. Como denunció Canadá en 2022, el veto es “tan anacrónico como antidemocrático” y ha impedido respuestas ante atrocidades. [3] Aristóteles decía que “la justicia es igualdad, pero solo para los iguales”. [4] En la ONU, la Asamblea proclama igualdad soberana, mientras el Consejo la niega en la práctica: algunos Estados siguen siendo “más iguales” que otros. La Carta de la ONU articula su columna vertebral en pocas reglas luminosas: la prohibición del uso de la fuerza (art. 2.4), la no intervención en asuntos internos (art. 2.7) y, como contrapeso, el sistema de seguridad colectiva del Capítulo VII (arts. 39–42), que atribuye al Consejo de Seguridad la potestad de calificar amenazas a la paz y autorizar medidas coercitivas. En paralelo, el art. 51 preserva la legítima defensa frente a un “ataque armado”. [5] Este triángulo normativo — prohibición, seguridad colectiva, defensa — es la promesa de un mundo regido por derecho y no por fuerza, pero hay que llevarlo a la práctica. En los años noventa surgió una disyuntiva: ¿qué hacer cuando un Estado masacra a su propia población o es incapaz de evitarlo? La respuesta política-jurídica fue la Responsabilidad de Proteger (R2P), afirmada en la Cumbre Mundial de 2005 (párrs. 138–139). [6] Su arquitectura es secuencial: (I) cada Estado tiene la responsabilidad primaria de proteger a su población contra genocidio, crímenes de guerra, limpieza étnica y crímenes de lesa humanidad; (II) la comunidad internacional debe ayudar a los Estados a cumplir esa responsabilidad; y (III) si un Estado manifiestamente falla, la comunidad internacional, a través del Consejo de Seguridad, puede adoptar medidas colectivas — de preferencia pacíficas; como último recurso, coercitivas — caso a caso y en conformidad con la Carta. R2P, correctamente entendida, no es una licencia para intervenir; es un deber de proteger encuadrado en el Derecho Internacional. El expediente histórico muestra tanto su necesidad como sus efectos perversos. Kosovo (1999) inauguró, sin autorización del Consejo, la narrativa de “intervención humanitaria”, basada en una supuesta “ilegalidad legítima”. [7] El precedente dejó un estándar peligroso: fines humanitarios invocados para sortear el núcleo duro de la Carta. Libia (2011) pareció ser el “caso ideal” de R2P: el Consejo autorizó “todas las medidas necesarias” para proteger civiles. [8] Sin embargo, el giro hacia el cambio de régimen erosionó la confianza de Rusia y China, que desde entonces han bloqueado resoluciones robustas sobre Siria, desfondando la eficacia de R2P. [9] La lección es amarga: cuando la protección se percibe como vehículo de hegemonía, la norma se deslegitima y el veto se vuelve reflejo. Gaza y Myanmar exhiben el otro rostro de la parálisis. En Gaza, la incapacidad del Consejo para imponer ceses al fuego sostenibles — pese a patrones de hostilidades que impactan masivamente a la población civil — ha trasladado el debate a la Asamblea General y a la Corte Internacional de Justicia mediante acciones interestatales y medidas provisionales. [10] En Myanmar, el genocidio de los rohinyá movilizó condenas, sanciones y procesos ante la Corte Internacional de Justicia (en adelante, CIJ), [11] pero no activó una respuesta coercitiva del Consejo. R2P existe en el papel; su ejecución está cautiva del veto. Así, el “derecho a tener derechos” del que hablaba Arendt depende aún de la geopolítica. [12] La historia enseña que el derecho internacional siempre ha estado tensionado por la fuerza. Rousseau advertía que el fuerte busca transformar su poder en derecho. [13] Eso hicieron los vencedores de 1945 al cristalizar su hegemonía en la Carta. Y así, lo que Kant soñó como paz perpetua sigue encadenado a un orden desigual. [14] La ONU, más que una República de derecho, parece aún un campo de poder. Esa fragilidad ha abierto espacio a alternativas. Los BRICS, por ejemplo, se erigen como bloque heterogéneo que combina cohesión de potencias históricamente homogéneas como China y Rusia con la diversidad de India, Brasil o Sudáfrica. Paradójicamente, su fuerza radica en articular esa heterogeneidad contra un enemigo común: la concentración de poder en el Consejo de Seguridad. [15] En un mundo multipolar, la heterogeneidad deja de ser debilidad para convertirse en motor de pluralidad y resistencia. La crisis de la ONU no es únicamente de seguridad; es también económica y distributiva. La promesa universalista de la Carta (arts. 1.3 y 55–56, sobre cooperación para el desarrollo) convive con una arquitectura financiera global cuyo corazón late fuera de la ONU: FMI y Banco Mundial, diseñados en Bretton Woods, proyectan un poder estructural — en términos de Susan Strange — que condiciona políticas públicas, acceso a liquidez y capacidad de inversión. [16] La igualdad soberana proclamada en Nueva York se desdibuja cuando la asimetría de voto ponderado en instituciones financieras (y la condicionalidad crediticia) vuelve a ciertos Estados más “iguales” que otros. Este no es un reclamo reciente. Desde la década de 1960, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo y, más tarde, la Declaración sobre un Nuevo Orden Económico Internacional (1974), intentaron corregir problemas estructurales como el deterioro de los términos de intercambio y la dependencia entre países del “centro” y de la “periferia”, tal como lo había señalado Prebisch. [17] Sin embargo, los resultados fueron limitados: el ECOSOC carece de dientes, el PNUD moviliza cooperación pero no logra modificar las reglas del sistema, y la Agenda 2030 plantea metas importantes, pero sin mecanismos obligatorios de cumplimiento. [18] La pandemia y la crisis climática han agravado aún más estas desigualdades, evidenciando problemas como el sobreendeudamiento, la insuficiencia en la reasignación de Derechos Especiales de Giro (DEG) y un financiamiento climático que suele llegar tarde y en condiciones poco adecuadas. En este escenario surge el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, que busca abrir un camino hacia una mayor autonomía financiera de los países en desarrollo. [19] La justicia económica internacional es el reverso de la seguridad colectiva. Sin espacio fiscal ni transferencia tecnológica, el Sur Global queda atrapado entre promesas de desarrollo y exigencias de ajuste. La ONU posee legitimidad política para perfilar un Consejo Económico Global (como propuso la Comisión Stiglitz en 2009) [20] que coordine deuda, tributación internacional y bienes públicos globales, pero carece hoy del músculo normativo. El resultado es la fragmentación: minilateralismos fiscales, clubes climáticos y cadenas de valor que reparten riesgos hacia el sur y rentas hacia el norte. La salida no pasa solo por “más ayuda”, sino por reglas prudentes como: (I) un mecanismo multilateral de reestructuración de deuda bajo auspicio de la ONU; [21] (II) tributación internacional efectiva sobre intangibles y economía digital; [22] (III) cumplimiento vinculante del fondo de pérdidas y daños en materia climática [23] y (IV) una reforma de cuotas en IFIs que refleje el peso real de economías emergentes. [24] Sin constitucionalizar — aunque sea gradualmente — esta agenda económica, la igualdad soberana seguirá siendo una liturgia vacía y el malestar del Sur Global, un combustible político que erosiona a la ONU desde su base. Lo cierto es que las Naciones Unidas de 1945 ya no responden a los desafíos de 2025. Como dijo recientemente el presidente de Brasil: “La ONU de 1945 ya no vale nada en 2023”. [25] Si los Estados no retoman el espíritu fundacional — poner el interés colectivo por sobre los particulares —, la organización seguirá prisionera del veto y de las voluntades de unos pocos. La pregunta, entonces, no es si la ONU funciona, sino si los Estados realmente quieren que funcione. Teniendo lo anterior mencionado en cuenta, en este ensayo se analizará la crisis de la ONU desde tres dimensiones complementarias. En primer lugar, se abordará el marco teórico y filosófico que permite comprender la tensión entre poder y derecho, mostrando cómo distintos autores evidencian las raíces estructurales de esta contradicción. En segundo lugar, se revisarán episodios históricos y ejemplos actuales que ilustran la parálisis y el déficit democrático de la organización. Finalmente, se proyectarán posibles escenarios que nos depara el futuro, generando el ejercicio de evaluar las reformas mínimas que podrían revitalizar el multilateralismo frente a la alternativa de una fragmentación global crítica. Con todo ello, se busca sostener que la ONU se encuentra atrapada entre la justicia sin fuerza y la fuerza sin justicia, y que su sobrevivencia depende de la capacidad de adaptarse a un orden internacional radicalmente distinto al de 1945.

I. La contradicción entre poder y derecho: Hans Morgenthau y el realismo político

Para comprender la parálisis de la ONU, conviene recurrir a Hans Morgenthau, pionero del realismo en relaciones internacionales. En su obra “Politics Among Nations” (1948), advertía que el orden internacional siempre está mediado por el equilibrio de poder y que las normas jurídicas sólo sobreviven en la medida en que coincidan con los intereses de los Estados poderosos. [26] Su idea es provocadora: el derecho internacional no es un orden autónomo, sino un lenguaje que las potencias utilizan mientras no contradiga sus objetivos estratégicos. Aplicado a la ONU, este análisis es claro: la institución refleja menos un compromiso ético universal y más una correlación de fuerzas históricas. El Consejo de Seguridad no es un órgano neutro, sino el espejo de la hegemonía de 1945, cristalizada en el artículo 27 de la Carta, que consagra el derecho de veto. La supuesta universalidad de la ONU queda subordinada a un mecanismo diseñado precisamente para garantizar que ninguna acción contraria a las superpotencias pudiera imponerse. Las críticas contemporáneas confirman la intuición de Morgenthau. Cuando Rusia veta resoluciones sobre Ucrania, [27] o Estados Unidos hace lo propio respecto a Gaza, [28] se evidencia que la justicia internacional queda suspendida en nombre de la geopolítica. Lo jurídico se supedita a lo político. En este sentido, la crisis de la ONU no es un accidente, sino la consecuencia lógica de su diseño, y lo que Morgenthau señaló hace setenta años sigue vigente: mientras no haya coincidencia entre derecho y poder, las normas internacionales serán frágiles. El realismo político ayuda a explicar por qué la ONU fracasa cuando más se le necesita. Los Estados continúan actuando en función de sus intereses nacionales, incluso cuando ello contradice las normas internacionales que ellos mismos suscribieron. El Consejo de Seguridad se ha convertido en un espacio donde las potencias proyectan sus estrategias de influencia, bloqueando acciones colectivas cada vez que éstas afectan sus prioridades geopolíticas. La guerra en Ucrania, la invasión de Irak en 2003 y la inacción frente al genocidio de Ruanda muestran que el derecho internacional se aplica de manera selectiva, reforzando la idea de que las reglas son válidas solo cuando no interfieren con el poder de los más fuertes. Este patrón evidentemente erosiona la legitimidad de la ONU ante los ojos de las sociedades, porque genera la percepción de que la organización es incapaz de representar el interés colectivo y, en cambio, se limita a reflejar la correlación de fuerzas de cada momento histórico.

II. Carl Schmitt y el mito del orden universal

Otra voz que resuena es la de Carl Schmitt, quien en “El Nomos de la Tierra” (1950) sostuvo que todo orden jurídico internacional surge de una decisión política fundante, es decir, de un acto de poder. [29] Para Schmitt, no existe un “derecho universal” que se imponga por sí solo; lo que se presenta como universal es, en realidad, la cristalización de un dominio particular. La ONU encarna perfectamente este diagnóstico. El discurso fundacional de San Francisco en 1945 hablaba de “nosotros los pueblos de las Naciones Unidas”, [30] pero en realidad la Carta fue escrita bajo el predominio de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Lo que se presentó como un orden universal de paz y seguridad fue, en los hechos, la codificación de la hegemonía aliada. Schmitt ayuda a explicar por qué la ONU nunca ha escapado de esa lógica originaria. Aunque la Asamblea General proclame la igualdad soberana en el artículo 2 de la Carta, la estructura del Consejo reproduce el privilegio de unos pocos. [31] El derecho internacional de la ONU aparece, en términos schmittianos, como un “nomos” impuesto por los vencedores, no como una verdadera comunidad universal. La consecuencia es un déficit de legitimidad que se arrastra hasta hoy y que explica buena parte de la percepción de inoperancia. La estructura originaria de la ONU perpetúa un diseño desigual que sigue vigente. El privilegio del veto no solo es un mecanismo de defensa de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, sino que también ha funcionado como un candado, uno sin llaves, que impide cualquier evolución real del sistema. A lo largo de ocho décadas, las demandas de reforma han chocado con la resistencia de quienes se benefician de mantener las reglas intactas. La contradicción es evidente: los Estados en desarrollo, que hoy representan la mayoría en la Asamblea General, carecen de poder efectivo en las decisiones más trascendentes de seguridad internacional. La brecha entre el discurso universalista de igualdad soberana y la práctica jerárquica del Consejo mina la credibilidad del orden multilateral. Mientras esta tensión persista, la ONU difícilmente podrá convertirse en el espacio de gobernanza global que el mundo requiere con más urgencia que nunca en el siglo XXI.

III. Habermas y la necesidad de una comunidad deliberativa

Frente a este pesimismo, Jürgen Habermas ofrece una mirada distinta. En “La inclusión del otro” (1996) y en ensayos posteriores, propuso avanzar hacia una “constitucionalización del derecho internacional”, entendida como la creación de un espacio normativo global en el que las decisiones no se basen en la fuerza, sino en la deliberación racional. [32] La ONU sería, en esta perspectiva, un embrión imperfecto de una comunidad de ciudadanos del mundo. El impacto de esta idea es enorme: sugiere que, más allá de los bloqueos actuales, la ONU encarna la posibilidad de transformar las relaciones de poder en procesos de deliberación pública. El artículo 1 de la Carta, que habla de “mantener la paz y la seguridad internacionales” y de “fomentar entre las naciones relaciones de amistad”, puede leerse no sólo como un mandato político, sino como un ideal normativo de convivencia cosmopolita. [33] Las críticas a Habermas son evidentes: su propuesta peca de idealismo en un mundo donde los intereses de seguridad nacional siguen siendo prioritarios. Sin embargo, su aporte resulta valioso porque permite pensar la ONU no sólo como un órgano paralizado, sino como un campo de lucha normativa. El problema no es únicamente la fuerza de los vetos, sino la falta de voluntad para transformar ese espacio en un verdadero foro deliberativo. [34] Pensar la ONU como una comunidad deliberativa exige reconocer que sus procedimientos actuales no garantizan un diálogo auténtico. El debate en la Asamblea General suele quedar reducido a declaraciones formales, mientras las decisiones cruciales, conocidas por todos, se toman en círculos restringidos. La falta de mecanismos efectivos de participación de actores no estatales, como organizaciones regionales o sociedad civil, limita aún más el carácter inclusivo de la institución. Una deliberación genuina debería abrir espacios donde múltiples voces tengan la posibilidad de incidir en los procesos de decisión, no solo a través de discursos, sino mediante la construcción de consensos vinculantes. Sin embargo, los Estados más poderosos temen perder control sobre la agenda internacional, lo que genera un círculo vicioso: se mantiene un sistema de gobernanza elitista que protege privilegios, pero a costa de sacrificar la legitimidad y la eficacia. Así, la promesa de un orden deliberativo queda reducida a un horizonte normativo que aún no encuentra realización.

IV. Richard Falk y el déficit democrático global

Un aporte más reciente lo hace Richard Falk, jurista y ex relator de la ONU, quien ha insistido en el “déficit democrático” del orden internacional. En su visión, la ONU adolece de una contradicción estructural: mientras proclama en la Carta la soberanía de los pueblos, en la práctica concentra el poder en un reducido club de Estados. [35] Esto no solo limita su eficacia, sino que erosiona su legitimidad frente a los pueblos del mundo. El caso de Palestina es emblemático. La Asamblea General ha reconocido reiteradamente el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino, pero el veto en el Consejo bloquea cualquier medida efectiva. [36] Falk interpreta esto como una muestra de que la ONU funciona bajo una “democracia de Estados” pero no bajo una “democracia de pueblos”. El impacto es devastador: millones de personas perciben a la organización no como garante de derechos, sino como cómplice de la desigualdad. Eso nos lleva a un breve análisis de la Corte Penal Internacional (CPI), nacida del Estatuto de Roma (1998), la cual promete una ruptura civilizatoria: que los crímenes más graves (“que afectan a la comunidad internacional en su conjunto”) no queden impunes. [37] Su diseño es prudente: complementariedad (actúa solo si el Estado es incapaz o no quiere), competencia restringida (genocidio, lesa humanidad, crímenes de guerra y, con límites, agresión) y jurisdicción basada en territorio, nacionalidad o remisión del Consejo de Seguridad. Los dos grandes hitos del Consejo — remisiones de Darfur (2005) y Libia (2011) — mostraron el potencial y el límite. Hubo avances procesales y órdenes de detención, pero también cláusulas operativas discutidas y muy poca cooperación para arrestos. [38] El mensaje implícito al Sur Global fue ambiguo: la justicia es universal, pero su activación depende del mapa de alianzas en el Consejo. Al mismo tiempo, potencias clave no son parte del Estatuto (Estados Unidos, China, Rusia) y, sin embargo, influyen en cuándo la Corte se mueve. El resultado alimenta el alegato de “justicia de vencedores” que varias cancillerías africanas han enarbolado. La Corte ha intentado reequilibrar su mapa: investigaciones en Afganistán, Palestina, Ucrania y órdenes de arresto contra altas autoridades en supuestos de agresión o crímenes internacionales serios han desmentido, en parte, la idea de persecución monotemática. Pero el talón de Aquiles persiste: sin cooperación de los Estados, no hay ejecuciones de órdenes; sin Consejo, no hay activación en contextos clave; con el Consejo, hay veto. Además, el art. 16 del Estatuto permite al Consejo suspender investigaciones por 12 meses renovables, una válvula política que subordina lo judicial a lo geopolítico. [39] Integrar la crítica de Falk en este ensayo permite visibilizar que la crisis de la ONU no es solo institucional, sino también democrática. El artículo 1.2 de la Carta proclama el respeto al principio de igualdad de derechos y a la libre determinación de los pueblos, pero este ideal queda vacío cuando el poder de veto lo contradice sistemáticamente. [40] El déficit democrático de la ONU no se limita al Consejo de Seguridad, sino que atraviesa el conjunto de su arquitectura institucional. Los países en desarrollo tienen poca influencia en la gobernanza económica global, a pesar de ser los más afectados por decisiones sobre deuda, comercio o financiamiento climático. La representación desigual en organismos como el FMI y el Banco Mundial, sumada a la dependencia de la cooperación internacional, reproduce relaciones de subordinación que contradicen los principios de igualdad y autodeterminación. Además, la ciudadanía mundial carece de un canal real de incidencia: los pueblos ven cómo sus reclamos se diluyen en estructuras estatales que no siempre, por decir casi nunca, reflejan sus necesidades. Este divorcio entre pueblos y Estados convierte a la ONU en una democracia incompleta, donde los sujetos colectivos más vulnerables no logran hacer escuchar su voz. Superar esta limitación es esencial para recuperar la legitimidad del multilateralismo.

V. Susan Strange y la geopolítica de la economía

Finalmente, Susan Strange aporta otra dimensión: la económica. En “The Retreat of the State” (1996) sostuvo que el poder en el mundo contemporáneo no reside sólo en los Estados, sino en las fuerzas transnacionales — mercados financieros, corporaciones, tecnologías — que escapan al control institucional. [41] La ONU, diseñada en 1945 bajo la lógica de Estados soberanos, carece de instrumentos para gobernar este nuevo escenario. El impacto es evidente. Mientras el Consejo de Seguridad se paraliza en debates sobre guerras tradicionales, crisis globales como el cambio climático, las pandemias o la regulación de la inteligencia artificial muestran que el verdadero poder se ha desplazado hacia actores no estatales. [42] Strange advierte que si las instituciones internacionales no se adaptan a esta realidad, corren el riesgo de volverse irrelevantes. En este sentido, la ONU no solo enfrenta un problema de veto o de representatividad, sino también un desfase histórico: fue diseñada para un mundo de Estados y guerras convencionales, pero hoy vivimos en un mundo de interdependencias transnacionales. La Carta, en su artículo 2.7, sigue enfatizando la no injerencia en los asuntos internos de los Estados, pero esta cláusula pareciera resultar insuficiente para gobernar amenazas globales que trascienden fronteras. [43] Y es de vital importancia mencionar, que las amenazas globales del siglo XXI no responden al paradigma tradicional de guerras entre estados que se tiene preconcebida. Desafíos como el cambio climático, las pandemias y las revoluciones tecnológicas plantean riesgos que ningún Estado puede afrontar por sí solo. Sin embargo, la ONU carece de mecanismos eficaces para coordinar respuestas globales en estos ámbitos. La fragmentación de la gobernanza climática, la competencia por vacunas durante la pandemia y la ausencia de reglas claras para regular a las grandes corporaciones digitales ilustran la magnitud del desafío. En este contexto, la soberanía estatal se muestra insuficiente y el principio de no injerencia resulta obsoleto. Si la ONU no desarrolla instrumentos innovadores que integren a actores transnacionales y fortalezcan la cooperación multilateral, corre el riesgo de convertirse en un foro meramente declarativo, incapaz de ofrecer soluciones concretas a los problemas que más afectan a la humanidad contemporánea, y es importante que estas críticas lleguen, antes de que sea tarde.

VI. Escenarios actuales

Todo lo anterior nos abre un dilema de época trascendental: o reformamos el multilateralismo para que el derecho contenga a la “fuerza”, o normalizamos para siempre la “excepción”. [44] Escenario A: Una reforma cosmopolita mínima pero suficiente. Un grupo crítico de Estados — apoyados por la sociedad civil y ‘epistemic communities’ — acepta autolimitar el veto en situaciones de atrocidades masivas (códigos de conducta tipo ACT), impulsa la ampliación del Consejo con algo de presencia permanente del Sur Global (India, Brasil, Alemania, Japón y un escaño africano que sería probablemente Sudáfrica) y fortalece mecanismos de “Unión Pro Paz” para sortear bloqueos. [45] La CIJ gana centralidad con opiniones consultivas vinculadas políticamente por compromisos previos de cumplimiento, la CPI asegura cooperación interestatal mediante acuerdos regionales, y la ONU crea una capacidad civil de despliegue rápido para protección de civiles, ciberseguridad mínima y respuesta climática. [46] En lo económico, cuaja un Consejo Económico Global en la órbita de la ONU que coordina deuda, clima y fiscalidad internacional con estándares comunes. [47] Escenario B: Fragmentación ordenada de la anarquía. Los bloqueos se cronifican. La seguridad se traslada a coaliciones ‘ad hoc’ y minilateralismos (OTAN Plus, QUAD, BRICS ampliado), la gobernanza económica se decide en foros de membresía restringida, y la ONU queda como foro simbólico sin capacidad decisoria. [48] La excepción deviene regla: “intervenciones preventivas”, sanciones unilaterales generalizadas, proliferación de empresas militares privadas, ciberoperaciones opacas y una ecología de datos controlada por pocas plataformas. [49] El derecho internacional persevera como lenguaje, pero su fuerza social se diluye; los incentivos empujan a la autonomía estratégica y a la seguridad jurídica por bloques. En otras palabras, el futuro de la ONU dependerá de su capacidad para equilibrar justicia y fuerza en un entorno internacional marcado por la multipolaridad. Insisto en que una posible ruta es avanzar hacia reformas graduales que fortalezcan la transparencia, amplíen la representatividad del Consejo y doten de mayor autonomía a la Asamblea General y a los órganos judiciales. Otra, y bastante más radical, es la consolidación de mecanismos paralelos que reemplacen de facto el rol de la ONU, a través de alianzas regionales, coaliciones ‘ad hoc’ y foros económicos alternativos. Ambos caminos implican riesgos: la reforma puede estancarse en el mínimo común denominador, mientras la fragmentación puede profundizar desigualdades y conflictos. Sin embargo, lo que parece claro es que mantener el statu quo solo prolongará la parálisis y debilitará aún más la legitimidad del sistema multilateral. La elección entre reforma o irrelevancia será, en última instancia, el dilema decisivo del siglo XXI. Considero que tres hitos dirán hacia dónde vamos: (1) adopción efectiva de compromisos de no veto ante atrocidades masivas; (2) puesta en marcha financiada y operativa del mecanismo de pérdidas y daños climáticos; (3) cooperación con la CPI en casos políticamente sensibles, sin excepciones ‘ad hoc’. [50]

VII. Conclusión: entre el desencanto y la esperanza

La ONU cumple ochenta años atrapada en el dilema de Pascal: “la fuerza sin justicia es tiranía, la justicia sin fuerza es burla”. [51] El diagnóstico es claro: el Consejo de Seguridad ha convertido la justicia en una burla, al tiempo que las potencias han ejercido la fuerza sin legitimidad. [52] El resultado es una organización debilitada, incapaz de responder a las tragedias más urgentes de nuestro tiempo. Sin embargo, sería un error caer en el cinismo absoluto. Pese a sus evidentes limitaciones y junto a todo lo mencionado, la ONU sigue siendo el único foro donde 193 Estados dialogan, el único espacio donde existe una mínima noción de derecho internacional común. [53] Su crisis no debería llevarnos a abandonarla, sino a repensarla radicalmente. Quizás el camino esté en lo que Habermas llama una “constitucionalización del derecho internacional” anteriormente planteada, o en una ya mencionada reforma profunda del Consejo de Seguridad que democratice el uso de la fuerza. [54] La historia enseña que las instituciones sobreviven si logran adaptarse. [55] Si la ONU no lo hace, quedará relegada como un gigante que la humanidad necesita pero que está paralizado, símbolo de un pasado que ya no responde a los desafíos del presente. [56] Pero si los Estados recuperan algo del espíritu fundacional de 1945, quizás aún pueda salvarnos del infierno, aunque nunca nos lleve al cielo. [57]

VIII. Referencias bibliográficas

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First published in :

World & New World Journal

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Francisco Edinson Bolvaran Dalleto

Francisco Edinson Bolvarán Dalleto es estudiante de Derecho en la Universidad de Valparaíso (Chile). Sus áreas de interés incluyen el Derecho Internacional Público, los Derechos Humanos y el Derecho Constitucional. Ha participado en proyectos académicos relacionados con la docencia y la investigación, es el fundador de la primera delegación del Modelo de Naciones Unidas de su universidad, participó en el MOOT CUT International y actualmente participa en Congresos de Derecho Internacional.

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