Diplomacy
La política exterior de Erdoğan: estrategia sin doctrina

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First Published in: Mar.15,2025
Apr.14, 2025
Desde el ascenso al poder de Recep Tayyip Erdoğan en 2002, uno podría preguntarse si existe una “Doctrina Erdoğan” en la política exterior turca. La respuesta es no. A diferencia de las doctrinas clásicas, que siguen un marco ideológico o estratégico coherente, el enfoque de Erdoğan tanto en política interna como internacional se caracteriza por un pragmatismo oportunista, maniobras transaccionales y una adaptabilidad táctica. Su política exterior no se basa en principios fijos, sino en una estrategia fluida y recalibrada diseñada para asegurar su supervivencia política, consolidar el poder y preservar la economía. Sin embargo, a pesar de esta capacidad de adaptación, Erdoğan ha instrumentalizado de forma constante el islamismo, la nostalgia otomana y el nacionalismo turco como fuerzas movilizadoras, dando forma tanto al panorama interno de Turquía como a su posicionamiento global. Estas corrientes ideológicas no funcionan como fundamentos doctrinales, sino como herramientas estratégicas, utilizadas selectivamente para consolidar su poder y justificar una política exterior cada vez más intervencionista y autoritaria. Más que una Doctrina Erdoğan, lo que se observa es una estrategia política dinámica, que se ajusta según las realidades regionales y globales, equilibrando la retórica ideológica con un pragmatismo de realpolitik. La trayectoria política de Erdoğan se ha caracterizado por un oportunismo extremo. Al inicio de su mandato, se presentó como un demócrata prooccidental, defensor del ingreso de Turquía a la Unión Europea y de la liberalización económica. Sin embargo, a medida que consolidó su poder, viró hacia un populismo autoritario, desacreditando a las instituciones occidentales y adoptando un discurso antioccidental y neootomanista. Su capacidad para manipular posturas ideológicas con fines estratégicos sugiere que la “Doctrina Erdoğan” no se basa en principios coherentes, sino en la permanencia en el poder a través de una ideología flexible. Esta lógica transaccional también se refleja en su política exterior, donde ha cultivado alianzas contradictorias: ha buscado fortalecer lazos con Rusia mientras mantiene su lugar en la OTAN, ha equilibrado relaciones con Irán mientras lo enfrenta en Siria, y ha denunciado el imperialismo occidental mientras se beneficia de los vínculos económicos con la Unión Europea. El intento de golpe de estado fallido en 2016 marcó un punto de inflexión, tras el cual la retórica de Erdoğan se volvió marcadamente antioccidental, y la política exterior comenzó a ser vista como una extensión de sus luchas políticas internas. Una de las características más definitorias de la estrategia de Erdoğan es la eliminación de la frontera tradicional entre política interna y externa. En la Turquía de Erdoğan, las decisiones de política exterior están motivadas principalmente por cálculos políticos internos, más que por consideraciones estratégicas a largo plazo. Las operaciones militares en Siria y Libia fueron presentadas como victorias nacionalistas, fortaleciendo su base de apoyo y desviando la atención de las crisis económicas. Los rivales políticos y disidentes son acusados con frecuencia de ser títeres de Occidente o estar vinculados a conspiraciones extranjeras, reforzando así un nacionalismo antioccidental. Erdoğan también utiliza activamente a la diáspora turca en Europa como herramienta política, presentándose como defensor de los musulmanes en el extranjero y posicionando a Turquía como líder de un movimiento islámico global. Esta falta de distinción entre lo interno y lo externo implica que cada movimiento en política exterior está diseñado para obtener legitimidad interna. Las intervenciones militares, las crisis diplomáticas y las políticas económicas se presentan como gestos destinados al consumo interno para sostener la imagen de Erdoğan como un líder que desafía la hegemonía occidental. Erdoğan ha invocado estratégicamente la retórica islamista y la nostalgia otomana para encubrir la corrupción interna, la represión y la mala gestión económica. Su uso del islamismo es altamente pragmático, más que ideológico. Aunque en el pasado promovió una postura islamista moderada y favorable a los negocios, con el tiempo se ha alineado con grupos islámicos más radicales para movilizar a votantes conservadores. Las narrativas neootomanistas se han utilizado para justificar intervenciones en Medio Oriente y África, presentando a Turquía como la heredera legítima del liderazgo regional. La Dirección de Asuntos Religiosos (‘Diyanet’) se ha convertido en una herramienta ideológica de Erdoğan, presentando su gobierno como sancionado divinamente mientras ataca las influencias seculares y occidentales. Las políticas económicas de Erdoğan reflejan esa misma lógica transaccional. Erdoğan ha oscilado entre políticas de libre mercado para atraer inversión occidental y un capitalismo de amigos controlado por el Estado para consolidar su élite económica. Sin embargo, la militarización de su política exterior ha generado profundas vulnerabilidades económicas. La decisión de adquirir misiles rusos S-400 provocó sanciones por parte de EE. UU. y la exclusión del programa F-35, agravando la crisis económica del país. Las ambiciosas exploraciones de gas aislaron a Turquía de la UE y de actores regionales, afectando negativamente las relaciones comerciales. Aunque Erdoğan ha contado con el apoyo financiero de Catar, los recientes acercamientos diplomáticos en el Golfo han dejado a Turquía geopolítica y económicamente vulnerable. La dependencia económica de Turquía de los mercados y el capital occidentales contradice la retórica antioccidental de Erdoğan, demostrando aún más que su estrategia está guiada por la supervivencia política a corto plazo y no por una visión estratégica coherente. Más que una visión geopolítica estructurada, la estrategia de Erdoğan se entiende mejor como un mecanismo de supervivencia política que combina: un pragmatismo extremo y transaccional, con alianzas e ideologías cambiantes según la conveniencia; la fusión entre política interna y externa, donde los asuntos exteriores son una prolongación de las luchas de poder internas; la instrumentalización del islamismo y la nostalgia otomana para encubrir el autoritarismo y el deterioro económico; y un oportunismo a corto plazo que sacrifica la estrategia a largo plazo, lo que ha llevado al creciente aislamiento diplomático y económico de Turquía. El gobierno de Erdoğan se ha caracterizado por decisiones improvisadas, contradicciones y políticas reactivas que responden a sus necesidades políticas inmediatas, más que a una gran visión para el futuro del país. Este enfoque transaccional y oportunista hace inviable una “Doctrina Erdoğan” – aunque proyecta una imagen de liderazgo islámico y nacionalista, su política exterior está dictada por el oportunismo, la inseguridad y la necesidad de mantenerse en el poder. Las consecuencias de esta postura han sido una economía debilitada, un aislamiento diplomático creciente y un Estado cada vez más autoritario, lo que pone en duda la sostenibilidad de su modelo a largo plazo. Otra característica central de su estrategia es la securitización de la política, tanto interna como externa. Desde que Erdoğan asumió la presidencia en 2014, y especialmente tras el fallido golpe militar del 15 de julio de 2016, la política exterior turca ha experimentado transformaciones profundas, marcadas por una creciente tendencia a enmarcar los desafíos internos e internacionales como amenazas existenciales que requieren medidas extraordinarias. Su enfoque ha estado moldeado por tres factores clave: la ideología islamista, la nostalgia otomana y el trauma profundo del Tratado de Sèvres. Estos elementos han empujado a Turquía hacia aventuras de alto riesgo en política exterior, muchas de las cuales han resultado contraproducentes, generando aislamiento estratégico, inestabilidad económica y una pérdida de influencia en el escenario global. La estrategia política de Erdoğan se ha centrado en construir una imagen de amenaza constante contra el Estado y la nación turca. Este enfoque está profundamente arraigado en una narrativa histórica de traición y cerco, simbolizada principalmente por el Tratado de Sèvres (1920), que buscaba dividir Anatolia y someterla al control extranjero. Este llamado “Síndrome de Sèvres” ha sido instrumentalizado para justificar una política exterior agresiva, intervenciones militares y una postura interna cada vez más autoritaria. Erdoğan ha fusionado el nacionalismo turco con el islam político, presentando a Turquía como heredera del Imperio Otomano y como defensora de los musulmanes suníes. Esta síntesis ha impulsado una política exterior revisionista, especialmente en Medio Oriente, el Mediterráneo Oriental y el norte de África. Sin embargo, estas ambiciones han llevado a Turquía a enfrentarse con antiguos aliados y potencias regionales, debilitando su posición estratégica. La política exterior de Erdoğan, moldeada por la securitización, la nostalgia islamista y el trauma histórico, ha fracasado de manera contundentemente en múltiples frentes. Aunque ha intentado redefinir a Turquía como una gran potencia, sus tácticas han conducido a un creciente aislamiento regional, inestabilidad económica y descontento interno. La incapacidad de equilibrar la retórica nacionalista con una diplomacia pragmática ha dejado al país más vulnerable que nunca, atrapado entre el escepticismo de Occidente, el oportunismo ruso y la volatilidad en Medio Oriente. A menos que Erdoğan ajuste su enfoque, Turquía corre el riesgo de un mayor declive en los asuntos regionales y globales. Desde que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Erdoğan llegó al poder en 2002, la política exterior turca ha sufrido una transformación significativa, pasando de una orientación prooccidental centrada en la UE a una postura más asertiva, independiente y, cada vez más, antioccidental. Si bien al principio adoptó un enfoque “populista ligero”, con énfasis en el compromiso regional, la retórica neootomanista y el papel de Turquía como puente entre Oriente y Occidente; con el tiempo esta política evolucionó hacia un populismo “rígido”, dominado por un fuerte discurso antioccidental. Esta transformación se consolidó después de las protestas del Parque Gezi en 2013 y, aún más, tras el intento de golpe de estado del 15 de julio de 2016, el cual el gobierno turco atribuyó al Movimiento Gülen, supuestamente respaldado por Occidente. La creciente securitización de las potencias occidentales y el énfasis cada vez mayor en la identidad islámica y civilizacional de Turquía han llevado a una abierta deseuropeización de su política exterior. La securitización de la política exterior por parte de Erdoğan se ha traducido en varias intervenciones de alto riesgo que, en gran medida, no han logrado sus objetivos. Las operaciones militares de Turquía en Siria (Escudo del Éufrates, Rama de Olivo y Fuente de Paz) tenían como meta erradicar a las YPG kurdas, consideradas por Ankara como una extensión del PKK. Sin embargo, esta política generó fuertes tensiones con Estados Unidos, que ha apoyado a las YPG como aliado clave en la lucha contra el ISIS. El resultado ha sido un estancamiento diplomático que debilitó la influencia de Turquía en Siria y aumentó su implicación militar. La intervención turca en Libia, en respaldo al Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA, por sus siglas en inglés) contra Jalifa Hafter, fue una expresión de las ambiciones neootomanas de Erdoğan. Si bien aseguró temporalmente intereses energéticos y marítimos para Turquía, provocó la oposición de Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Francia y Grecia, dando lugar a contraalianzas que limitaron la capacidad de maniobra turca. La compra del sistema ruso de misiles S-400, presentada como una apuesta por la autonomía estratégica, terminó en sanciones de Estados Unidos y la exclusión del programa de cazas F-35. Aunque Erdoğan buscaba mostrar independencia turca, esto ha hecho que el país dependa más de Moscú, complicando aún más su relación con la OTAN. La postura agresiva de Erdoğan ha dañado las relaciones de Turquía con sus aliados occidentales, generando consecuencias económicas, pérdida de influencia diplomática y aislamiento en Europa. Su enfoque de confrontación — como las amenazas de abrir las fronteras y permitir el paso de refugiados hacia Europa — ha erosionado la confianza internacional y ha reforzado la percepción de Turquía como un socio impredecible y transaccional. La política exterior de Erdoğan basada en la seguridad ha tenido graves consecuencias económicas. La lira turca ha sufrido una fuerte devaluación, la inversión extranjera ha caído y la inflación se ha disparado. La población turca, que en un principio apoyaba la postura firme de Erdoğan, está cada vez más desilusionada ante el creciente deterioro económico. La securitización de la política bajo Erdoğan ha generado ganancias políticas a corto plazo, pero vulnerabilidades estratégicas a largo plazo. Hoy en día, nadie considera a Turquía un aliado creíble. Su retórica nacionalista-islamista ha sido eficaz para consolidar el apoyo interno, especialmente entre votantes conservadores y nacionalistas, pero también ha profundizado el aislamiento diplomático y económico del país. Finalmente, la política exterior de Erdoğan ha tomado un giro claramente antioccidental. Un factor clave detrás de esta orientación ha sido la transformación populista gradual del AKP y la consolidación del poder de Erdoğan, quien eliminó a figuras prominentes dentro del partido. En sus inicios, bajo el liderazgo de Erdoğan, el partido adoptó un discurso moderado y reformista que priorizaba la adhesión a la Unión Europea, la liberalización económica y la cooperación con aliados occidentales. Sin embargo, con el tiempo, las tendencias populistas se impusieron, y Erdoğan comenzó a presentarse como el verdadero representante del “verdadero pueblo” turco frente a las élites, tanto nacionales como internacionales. La política exterior populista, como se ha visto en Turquía y otros lugares, opera bajo una lógica binaria que enfrenta al “pueblo virtuoso” contra la “élite corrupta”. En el caso turco, esta dicotomía se ha proyectado al plano internacional, donde Occidente — Europa y Estados Unidos — es retratado como la versión extranjera de esa élite corrupta, en oposición al papel legítimo de Turquía como potencia global. Los primeros años del AKP estuvieron marcados por un enfoque pragmático que equilibraba la orientación occidental de Turquía con una visión regionalista. Durante ese periodo, se promovió activamente el vínculo con la UE, la OTAN y EE. UU., al mismo tiempo que se expandieron las relaciones con Medio Oriente, los Balcanes y África, bajo la doctrina de “Profundidad Estratégica” de Ahmet Davutoğlu. En esa etapa, la retórica antioccidental era limitada, y el activismo regional turco se presentaba como complementario, no como un rechazo, de sus lazos con Occidente. Tras las protestas del Parque Gezi y, de forma aún más marcada, luego del intento de golpe de Estado de 2016, la retórica de Erdoğan se volvió abiertamente hostil hacia Occidente. Los gobiernos occidentales fueron acusados de conspirar contra Turquía, albergar terroristas y socavar su soberanía. Erdoğan enmarcó su liderazgo como una lucha contra un Occidente imperialista decidido a impedir el ascenso de Turquía. Como declaró en 2019: “Turquía ya no es un país cuya agenda es determinada por otros, sino uno que determina su propia agenda”. Así, la política exterior de Turquía se convirtió en una extensión de la lucha populista interna de Erdoğan, donde el antioccidentalismo funciona tanto como herramienta ideológica como estrategia de supervivencia política. Otro factor clave detrás del giro antioccidental de Turquía es la fusión de los discursos islamista y nacionalista, que se han convertido en los pilares ideológicos de la política exterior de Erdoğan. Este cambio se entiende mejor al contrastar el kemalismo con el neo-otomanismo. Tradicionalmente, la política exterior turca estuvo marcada por la occidentalización, el secularismo y el nacionalismo. La ideología fundacional del país buscaba integrarse a Europa, ingresar a la OTAN y alinearse con EE. UU. durante la Guerra Fría. Sin embargo, las élites kemalistas también eran escépticas respecto a los compromisos internacionales, lo que llevó a una diplomacia cautelosa y aislacionista. El neo-otomanismo y la visión de la “Nueva Turquía” impulsada por Erdoğan son antioccidentales, islamistas y responden más a la supervivencia de su régimen que al interés nacional. Bajo su liderazgo, surgió una narrativa histórica revisionista que presenta al Imperio Otomano como una gran civilización socavada por el colonialismo occidental y las traiciones internas. En esta visión, la Turquía moderna es la legítima heredera del legado otomano y debe recuperar su papel de liderazgo en el mundo islámico. Erdoğan ha invocado repetidamente el trauma del Tratado de Sèvres (1920), que proponía la partición de Turquía, como prueba de que Occidente sigue conspirando contra la soberanía turca. Este marco ideológico ha dado forma a la nueva identidad de la política exterior turca, posicionándola como líder del mundo musulmán en lugar de miembro subordinado de la alianza occidental. A medida que el gobierno de Erdoğan se volvió más autoritario e islamista, las relaciones con la Unión Europea se deterioraron de forma constante. La represión posterior a 2016 contra figuras de la oposición, periodistas y académicos generó crecientes críticas por parte de líderes europeos, lo que reforzó la narrativa de Erdoğan de que la UE es hipócrita, sesgada e islamófoba. Aunque Turquía sigue siendo oficialmente un país candidato a la UE, Erdoğan ha cuestionado abiertamente la sinceridad de sus líderes, argumentando que la Unión es un “club cristiano” que nunca aceptará a un país de mayoría musulmana. El gobierno de Erdoğan ha rechazado los valores liberales occidentales, revirtiendo reformas democráticas y socavando la independencia del poder judicial, los medios de comunicación y la sociedad civil. Como resultado, Turquía se ha acercado cada vez más a modelos autoritarios como los de Rusia, China y los estados del Golfo. La política exterior antioccidental y deseuropeizada de Erdoğan no es solo una reacción a disputas diplomáticas puntuales, sino una transformación estructural basada en el populismo, la ideología y el reajuste estratégico. Al presentar a Occidente como el “otro”, Erdoğan ha construido una narrativa nacionalista-islamista que legitima su poder, moviliza a su base y redefine el papel de Turquía en el mundo. Si bien este enfoque le ha otorgado a Turquía cierta flexibilidad estratégica a corto plazo, también la ha dejado cada vez más aislada, vulnerable económicamente y limitada en el plano diplomático. La sostenibilidad a largo plazo de esta política exterior es incierta, especialmente ante la crisis económica interna y los cambios en la dinámica global que siguen transformando el panorama geopolítico de Turquía. Uno de los argumentos clave para comprender el giro en la política exterior turca es la interacción entre el autoritarismo interno y el comportamiento internacional. A diferencia de otras potencias intermedias que buscan estabilidad, las dinámicas políticas internas de Turquía — en particular el autoritarismo populista de Erdoğan — han impulsado decisiones en política exterior poco convencionales y de alto riesgo. Erdoğan ha utilizado cada vez más la política exterior como herramienta de supervivencia política interna, presentando a Turquía como una nación asediada que lucha contra el imperialismo occidental. Los partidos de oposición suelen ser acusados de estar alineados con “agentes extranjeros” o potencias occidentales, lo que profundiza aún más la polarización. La retórica nacionalista se intensifica durante operaciones militares, elevando el respaldo popular a intervenciones en Siria, Libia y Azerbaiyán.
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M. Hakan Yavuz es profesor de la División de Asuntos Públicos de la Universidad de Utah. Es autor de Erdogan: The Making of an Autocrat (Edinburgh University Press, 2022) y Nostalgia for the Empire: The Politics of Neo-Ottomanism (Oxford University Press, 2020).
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