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Defense & Security

De la tierra prometida al éxodo forzado: rostros de la deportación en América Latina y el Caribe

Una persona angustiada tras un alambre de púas, con el símbolo de un avión sobre un fondo azul. Concepto de política de inmigración, deportación y expulsión.

Image Source : Shutterstock

by Rocío de los Reyes Ramírez

First Published in: May.07,2025

May.26, 2025

Resumen

Las políticas migratorias en América Latina y el Caribe han adoptado un enfoque más restrictivo y punitivo, influido por presiones externas, especialmente desde Estados Unidos. Se han intensificado las deportaciones, detenciones y medidas disuasorias, en un contexto de creciente criminalización del migrante. Casos como el de El Salvador o República Dominicana reflejan el uso de estrategias de control severas, que han suscitado críticas por las posibles violaciones de los derechos humanos. Estas prácticas, aunque justificadas por motivos de seguridad, generan tensiones regionales y profundizan la vulnerabilidad de las poblaciones desplazadas.

Siempre tuve la esperanza de que esta tierra se convirtiera en un asilo seguro y agradable para la parte virtuosa y perseguida de la humanidad, sea cual sea la nación a la que pertenezcan. – George Washington

Introducción

Las deportaciones en América Latina y el Caribe han experimentado cambios significativos en los últimos años, reflejando tanto las dinámicas migratorias como las políticas internacionales. La región ha sido testigo de un aumento en los movimientos migratorios, impulsados por crisis económicas, conflictos políticos y desastres naturales. Las configuraciones de los movimientos poblacionales latinoamericanos se han visto inmersas en una dinámica cuya magnitud y urgencia se han intensificado desde comienzos de 2025: la de los retornos forzados y las deportaciones masivas, impulsados por cambios en las políticas migratorias de países receptores como Estados Unidos y México. La reelección de Donald Trump ha marcado un endurecimiento en las medidas de control migratorio, con un incremento de las redadas y expulsiones de inmigrantes indocumentados. Pero este no es un fenómeno nuevo: las deportaciones masivas y los retornos forzados en América Latina tienen raíces profundas en la historia de la región, con momentos de especial intensidad en distintos periodos. No se trata de un fenómeno reciente, ni exclusivo de las dinámicas contemporáneas. A lo largo de su historia, la región ha sido escenario de múltiples procesos de expulsión, retorno forzado y desplazamientos internos, íntimamente ligados a contextos de violencia política, cambios económicos, racismo estructural y estrategias estatales de control poblacional. Ya durante el siglo XIX, la consolidación de los Estados nacionales trajo consigo políticas de exclusión que buscaron moldear la identidad nacional en detrimento de ciertos grupos. En México, tras la Revolución de 1910, la comunidad china fue objeto de persecución y expulsión, en un episodio que combinó racismo, crisis económica y nacionalismo exacerbado. [1] En Argentina, durante la década de 1880, las campañas militares conocidas como la «Conquista del Desierto» provocaron desplazamientos forzados masivos de pueblos indígenas hacia zonas marginales, marcando un patrón de invisibilización y expulsión interna. [2] En el Caribe, las dinámicas de deportación también estuvieron marcadas por conflictos raciales y económicos. La República Dominicana, bajo la dictadura de Rafael Trujillo en los años 30, llevó a cabo la llamada «Masacre del Perejil» (1937), donde miles de haitianos fueron asesinados o expulsados de manera forzada para «blanquear» la frontera y reafirmar la identidad nacional dominicana. [3] Y en Cuba, tras el triunfo de la Revolución de 1959, los flujos de exiliados políticos hacia Estados Unidos se intensificaron, generando olas de salida que, en algunos casos, fueron acompañadas por presiones y coerciones del régimen castrista. América Central, en la segunda mitad del siglo XX estuvo marcada por las guerras civiles y los regímenes autoritarios. El Salvador, Guatemala y Nicaragua vivieron crisis humanitarias profundas que provocaron la huida masiva de sus ciudadanos. Muchos de estos refugiados fueron acogidos en México, Costa Rica o Estados Unidos, pero tras los Acuerdos de Paz de los años noventa, surgieron políticas de retorno forzado que no siempre contaron con condiciones adecuadas para la reintegración. El caso de Guatemala es emblemático: el retorno de refugiados desde México, coordinado en parte por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), estuvo plagado de dificultades, ya que muchos de los repatriados regresaban a territorios aún sin garantías de seguridad. [3] Estados Unidos desempeñó un papel clave en los procesos de deportación contemporáneos. La aprobación de la ‘Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsibility Act’ (IIRIRA) en 1996 supuso un cambio de paradigma, al facilitar la deportación de inmigrantes condenados por delitos menores, lo que afectó de manera particular a comunidades latinoamericanas. [4] Honduras y El Salvador fueron especialmente golpeados por estas políticas. Muchos de los jóvenes deportados habían vivido casi toda su vida en suelo estadounidense y, al ser retornados a contextos de pobreza y violencia, encontraron en las pandillas — como la MS-13 y el Barrio 18 — una forma de supervivencia e incluso un sentido de pertenencia. [5] Del mismo modo, en Sudamérica, las dictaduras militares de los años setenta y ochenta también recurrieron al exilio y la deportación como mecanismos de control político. En Chile, tras el golpe de Estado de 1973, decenas de miles de personas fueron forzadas al exilio, y los opositores capturados en el extranjero eran a menudo trasladados clandestinamente al país bajo la coordinación de la Operación Cóndor. Argentina replicó estos patrones, utilizando las deportaciones ilegales y las desapariciones forzadas como herramientas sistemáticas de represión política. Más recientemente, en el Caribe insular, las dinámicas contemporáneas también revelan patrones de deportación selectiva. En Bahamas y en Trinidad y Tobago, las deportaciones de migrantes haitianos y venezolanos en situación irregular se han intensificado en los últimos años, a menudo en condiciones de vulneración de derechos humanos, reproduciendo viejas lógicas de exclusión racial y socioeconómica. Estos ejemplos permiten comprender que las deportaciones en América Latina y el Caribe no son hechos aislados ni coyunturales: forman parte de patrones estructurales que han acompañado los procesos de construcción estatal, las dinámicas de violencia interna y las estrategias internacionales de control poblacional. Hoy, en un escenario de creciente presión migratoria y de políticas cada vez más restrictivas en los principales países receptores, la región vuelve a enfrentar viejos desafíos bajo formas renovadas. Los ecos de la historia resuenan en los nuevos rostros del éxodo forzado, marcando un presente en el que las expulsiones masivas vuelven a ocupar un lugar central en la agenda regional.

Estados Unidos y el endurecimiento de la política migratoria

La llegada de Donald Trump a un segundo mandato presidencial en enero de 2025 supuso un giro aún más severo en la política migratoria de Estados Unidos. Si bien su primer gobierno (2017–2021) ya había estado marcado por medidas restrictivas, su retorno al poder trajo consigo no solo la restauración de antiguos programas de control fronterizo, sino también su radicalización, en un contexto de creciente presión interna y polarización política. Trump no solo ha retomado políticas como el programa «Quédate en México» o la limitación del acceso al asilo: también ha expandido los márgenes de acción de las agencias migratorias, endureciendo la retórica oficial contra los migrantes — especialmente latinoamericanos — y rescatando antiguos instrumentos legales para justificar nuevas prácticas de deportación acelerada. Esta nueva etapa se caracteriza por una combinación de medidas administrativas, legales y operativas que buscan disuadir la migración irregular mediante la restricción de derechos, el uso intensivo de la detención y la deportación, y el fortalecimiento de mecanismos de presión sobre los países de origen y tránsito.



Uno de los primeros pasos simbólicos y prácticos de esta nueva política fue la reinstauración del programa conocido oficialmente como ‘Migrant Protection Protocols’ (MPP), más popularmente denominado «Quédate en México». Originalmente se había implementado en 2019, durante su primer mandato, y suspendido parcialmente durante el gobierno de Joe Biden a partir de 2021. [6] Sin embargo, tras su reelección, Trump no solo lo reactivó, sino que lo endureció, ampliando su alcance y reduciendo aún más las posibilidades de los solicitantes de asilo de esperar sus procesos en territorio estadounidense. El 20 de enero de 2025, el presidente estadounidense, firmó la orden ejecutiva para restablecer este programa, el cual obliga a los solicitantes de asilo a esperar en territorio mexicano mientras se resuelven sus casos en tribunales estadounidenses. [7] Esta circunstancia ha generado tensiones diplomáticas entre ambos países. La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha expresado su rechazo a esta política, calificándola de decisión unilateral que afecta la soberanía nacional y los derechos humanos de los migrantes. El canciller mexicano, Juan Ramón de la Fuente, reiteró que México no está obligado a aceptar esta medida y que se buscarán mecanismos para proteger a los migrantes afectados. [8] Mientras que en su versión inicial el programa ya había obligado a decenas de miles de solicitantes de asilo a permanecer en ciudades fronterizas mexicanas — provocando la formación de campamentos improvisados en lugares como Matamoros y Tijuana —, la reinstauración en 2025 acentuó este fenómeno. Más categorías de solicitantes, incluidos menores de edad y personas en situación de vulnerabilidad son ahora susceptibles de ser devueltos, incrementando la presión sobre zonas fronterizas caracterizadas por la inseguridad, la pobreza y la violencia criminal. [9] Así, los campamentos, que ya existían de forma precaria desde la primera implementación del programa, se han expandido y degradado a lo largo de 2025, creando situaciones de emergencia humanitaria aún más severas. Organismos internacionales y organizaciones defensoras de derechos humanos han advertido que la reactivación y endurecimiento del MPP vulnera principios esenciales del derecho internacional, como el de no devolución (‘non-refoulement’), y expone a los solicitantes a graves riesgos de violencia, secuestro y trata de personas. [10] El gobierno mexicano, por su parte, ha implementado algunas medidas para apoyar a los migrantes, como la aplicación «ConsulApp» y el plan «México te abraza», pero persisten los desafíos para garantizar su seguridad y bienestar. [11] En definitiva, esto enlazaría con la aplicación de acuerdos de «tercer país seguro», tal como lo han interpretado algunos analistas. Y, aunque México no haya firmado ningún protocolo, en la práctica, estas políticas actuales lo posicionan ‘de facto’ en ese rol. Y eso es debido a que, durante el primer mandato de Donald Trump, Estados Unidos firmó acuerdos con varios países de América Central para designarlos como «tercer país seguro» [12]. Entre ellos se encuentran Guatemala, Honduras y El Salvador. Estos acuerdos requerían que los solicitantes de asilo que pasaran por estos países buscaran protección allí antes de llegar a Estados Unidos. Fue una medida controvertida que generó críticas por las condiciones en esos países y su capacidad para manejar el flujo de migrantes. Aunque formalmente presentados como instrumentos para repartir la carga de la protección internacional, en la práctica estos protocolos sirvieron para desviar y contener a los solicitantes de asilo en naciones que no reunían las condiciones materiales ni jurídicas para garantizar su seguridad y derechos básicos. Especialmente en el caso de Guatemala, que fue el único que realmente lo implementó en 2019, diversos informes documentaron cómo migrantes trasladados desde Estados Unidos se enfrentaban a una ausencia total de procedimientos de asilo efectivos, falta de protección humanitaria y una exposición directa a situaciones de violencia y pobreza extremas. [13] Durante la Administración de Biden (2021-2024), estos acuerdos fueron formalmente suspendidos, sin embargo, parece que ahora se abre de nuevo esa puerta. La nueva Administración ha señalado su intención de renegociar y expandir estos instrumentos. De este modo, vuelven a situarse en el centro de una estrategia más agresiva de contención migratoria, limitando ‘de facto’ el acceso al asilo en Estados Unidos y aumentando la vulnerabilidad de miles de migrantes expulsados a territorios inseguros. El Salvador por su parte, ha emergido en 2025 como el primer país iberoamericano en formalizar un convenio que, sin nombrarse oficialmente como «tercer país seguro», opera ‘de facto’ como tal. El acuerdo, anunciado por el propio presidente Nayib Bukele como «sin precedentes», establece que El Salvador aceptará migrantes deportados desde Estados Unidos — incluidos aquellos considerados de alta peligrosidad—, procedentes no solo del Triángulo Norte centroamericano, sino también de otras regiones del continente y del Caribe. [14] A diferencia de los Acuerdos de Cooperación en Materia de Asilo (ACA) firmados en 2019 y suspendidos en 2021, este nuevo pacto no se limita al trámite de solicitudes de asilo, sino que asume directamente la recepción y custodia de personas deportadas, sin garantía de que puedan reiniciar un proceso migratorio regular. Diversas fuentes coinciden en que se trata de una forma avanzada de externalización de fronteras: el gigante del norte traslada no solo la gestión de flujos, sino también la custodia de personas consideradas indeseables o peligrosas. [15] Aunque el acuerdo no ha sido acompañado por reformas legales específicas en Estados Unidos, sí se ha consolidado a través de negociaciones bilaterales que contemplan compensaciones económicas para El Salvador. Las organizaciones de derechos humanos han advertido que esta estrategia podría replicarse con otros gobiernos receptivos a estas fórmulas de cooperación a cambio de incentivos financieros. En este contexto, ya se han iniciado intentos de negociación con Haití, República Dominicana y Colombia, [16] países que están siendo considerados para acoger centros regionales de procesamiento de solicitudes de asilo. Aunque estos mecanismos no se han formalizado como «acuerdos de tercer país seguro» en sentido estricto, varias organizaciones han advertido que operan bajo una lógica similar: la transferencia de responsabilidades migratorias a naciones con capacidad institucional limitada y contextos de violencia o crisis política. [17] El «pacto» con El Salvador contempla, asimismo, el uso de centros penitenciarios nacionales para recluir a buena parte de estos deportados, sin un análisis detallado de su situación jurídica. Si bien se ha mencionado el envío de algunos perfiles considerados de riesgo al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), las implicaciones de este modelo penitenciario merecen un tratamiento específico, que se abordará en el epígrafe siguiente. Junto con la reinstauración de este programa, la nueva Administración norteamericana ha impulsado una serie de medidas que restringen aún más el acceso al derecho de asilo para quienes intentan ingresar a Estados Unidos desde América Latina y el Caribe. Una de las principales modificaciones ha sido la reintroducción de normas más estrictas para la presentación inicial de las solicitudes de asilo. Ahora, los migrantes deben demostrar desde el primer momento «temor creíble» (‘credible fear’) de persecución con pruebas documentales contundentes, [18] un estándar de prueba mucho más exigente que en años anteriores. Esta política ha reducido drásticamente el porcentaje de solicitantes que logran pasar la primera entrevista de asilo. De manera similar, en el marco del endurecimiento de estas políticas migratorias, la Agencia de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) ha experimentado una expansión significativa de sus competencias. Esta ampliación se ha traducido tanto en un aumento de su presupuesto como en una mayor discrecionalidad operativa para realizar detenciones y deportaciones. Durante 2025, el presupuesto asignado al ICE aumentó en un 15% respecto al año anterior, alcanzando cifras récord destinadas a financiar centros de detención, operaciones de patrullaje interno y tecnología de rastreo de inmigrantes en situación irregular. [19] Este refuerzo presupuestario ha permitido incrementar los operativos de detención en lugares considerados «sensibles», como hospitales, escuelas e iglesias, que anteriormente gozaban de relativa protección bajo directrices más restrictivas. Pero la expansión del ICE no se ha limitado a cuestiones de volumen operativo, sino también de alcance jurídico. Se ha reactivado el uso de órdenes administrativas internas (sin intervención judicial) para la detención de inmigrantes sospechosos de infracciones migratorias menores. [20] Esta medida ha sido ampliamente criticada por organizaciones de derechos humanos, que señalan el debilitamiento de las garantías procesales para los detenidos y el riesgo de detenciones arbitrarias. Asimismo, ICE ha fortalecido su cooperación con fuerzas policiales locales y estatales a través de programas como el denominado 287(g), que permiten a agentes de policía actuar como agentes migratorios. [21] Esta colaboración ha sido especialmente controvertida en estados como Texas y Florida, donde se han reportado casos de perfilamiento racial y violaciones de los derechos civiles. El endurecimiento de las prácticas de detención ha tenido un impacto directo en América Latina y el Caribe, ya que una proporción significativa de los deportados en 2025 provienen de países como México, Guatemala, Honduras, El Salvador y, en creciente medida, de Venezuela y Haití. De este modo, la expansión del poder del ICE no solo ha transformado el panorama migratorio interno en Estados Unidos, sino que también ha intensificado las dinámicas de retorno forzado en toda la región. Sin embargo, el viraje hacia un enfoque más punitivo no se limita a los marcos operativos contemporáneos: el actual gobierno ha comenzado también a recuperar herramientas jurídicas del pasado, como el ‘Alien Enemies’ (Ley de Enemigos Extranjeros), para legitimar nuevas formas de exclusión, detención y deportación. Se trata de una normativa de 1798 que permite al Ejecutivo detener y deportar a ciudadanos de países considerados enemigos en tiempos de guerra. Aunque históricamente esta ley se ha aplicado en contextos bélicos, como durante la Segunda Guerra Mundial, su invocación en un periodo de paz ha generado una intensa controversia legal y política. [22] El 14 de marzo de 2025, Trump firmó una proclamación presidencial que designaba a la pandilla venezolana Tren de Aragua como una amenaza a la seguridad nacional, calificando su presencia en EE. UU. como una «invasión irregular». Bajo esta justificación, se autorizó la detención y deportación inmediata de ciudadanos venezolanos sospechosos de vínculos con dicha organización, sin necesidad de órdenes judiciales ni procesos legales convencionales. Posteriormente el mandatario negó haberla rubricado, atribuyendo la responsabilidad a su secretario de Estado, Marco Rubio. [23] La implementación de esta medida resultó en la deportación acelerada de cientos de venezolanos a El Salvador, muchos de ellos carecían de antecedentes penales y algunos contaban con estatus migratorio legal en EE. UU., incluyendo Protección Temporal (TPS) [24]. Organizaciones de derechos civiles, como la ACLU, presentaron demandas alegando que la aplicación de la ley violaba el debido proceso y las protecciones constitucionales [25]. En respuesta, varios jueces federales emitieron órdenes para detener temporalmente las deportaciones y exigir audiencias judiciales antes de cualquier deportación. Pero a pesar de las restricciones judiciales, la Administración continuó con las deportaciones, argumentando que las órdenes no se aplicaban a vuelos ya en curso o que sobrevolaban aguas internacionales. Esta postura fue criticada por desafiar la autoridad judicial y por utilizar una ley de tiempos de guerra para fines de política migratoria contemporánea. [26] La reactivación del ‘Alien Enemies Act’ en 2025 ha suscitado un debate nacional sobre los límites del poder ejecutivo y la protección de los derechos de los inmigrantes, destacando la tensión entre seguridad nacional y libertades civiles en la política migratoria estadounidense. Y no solo eso: todas estas medidas han generado una oleada de deportaciones masivas que no solo han desbordado la capacidad de los sistemas de acogida en los países latinoamericanos, sino que también han impactado directamente en la estructura de familias separadas y comunidades locales, muchas veces carentes de recursos para ofrecer procesos adecuados de reintegración. En ciudades fronterizas mexicanas como Ciudad Juárez, Matamoros o Tijuana, se han multiplicado los campamentos improvisados, donde miles de personas deportadas o en espera de resolución migratoria viven en condiciones de extrema precariedad, como ya comentamos anteriormente. En Centroamérica y el Caribe, el retorno forzado de personas migrantes — algunas de ellas con vínculos débiles con sus países de origen o con antecedentes penales — ha reactivado dinámicas de exclusión, estigmatización y, en algunos casos, de violencia. En conjunto, estas acciones reflejan una tendencia regional hacia la externalización y criminalización de la migración, donde las responsabilidades migratorias se desplazan hacia los países del Sur Global y se gestionan mediante estrategias punitivas más que humanitarias. Las consecuencias de estas medidas no son solo individuales, sino que reconfiguran el tejido social y político de toda la región.

Centros de reclusión y nuevas dinámicas de deportación

Las recientes transformaciones en la política migratoria estadounidense no solo se han traducido en un endurecimiento normativo y diplomático: han reconfigurado también los lugares de confinamiento y los procesos de expulsión. Las deportaciones masivas, que ya venían siendo impulsadas desde 2023 [27], han coincidido ahora con una renovada arquitectura de detención, en la que el confinamiento y la vigilancia no se limitan a territorio estadounidense, sino que se proyectan más allá de sus fronteras. Este fenómeno ha dado lugar a nuevas dinámicas de gestión migratoria, en las que los centros de reclusión juegan un papel central. A los centros de detención del ICE en suelo norteamericano se suma ahora una red de espacios carcelarios y de vigilancia ubicados en países receptores de deportados, frecuentemente promovidos o apoyados por Washington bajo los acuerdos bilaterales de cooperación en seguridad que hemos venido comentando. El caso más visible es el del CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo) en El Salvador que, aunque se concibió inicialmente como una herramienta contra las pandillas locales, ha comenzado a recibir ciudadanos salvadoreños deportados desde Estados Unidos con antecedentes penales. [28] La utilización de este tipo de instalaciones marca un giro preocupante: la criminalización sistemática de los deportados y su inmediata inserción en circuitos penitenciarios altamente restrictivos. La política de asociación automática entre migración y criminalidad ha llevado a que muchos deportados no sean considerados como ciudadanos a reintegrar, sino como amenazas a neutralizar. Esta lógica se ve reforzada por la narrativa del gobierno salvadoreño, que ha promovido activamente la imagen de éxito del CECOT ante la comunidad internacional, utilizando cifras de reducción de homicidios y control territorial como argumentos de legitimidad, aunque bajo un fuerte cuestionamiento sobre la opacidad judicial y las detenciones arbitrarias. [29] Este modelo carcelario transnacional plantea profundas implicaciones en materia de derechos humanos, reintegración social y seguridad regional. Lejos de ofrecer soluciones sostenibles, refuerza la estigmatización de las personas migrantes retornadas y multiplica las barreras para su inclusión en las comunidades de origen. A su vez, convierte a países como El Salvador en extensiones funcionales del sistema migratorio y penal estadounidense, alimentando tensiones políticas y sociales. [30] Cuando en marzo de 2025, Estados Unidos deportó a 238 ciudadanos venezolanos al CECOT, bajo acusaciones de pertenecer al grupo criminal Tren de Aragua, la medida fue ampliamente criticada por organizaciones de derechos humanos y gobiernos internacionales, que la calificaron de violación al debido proceso y a los derechos fundamentales de los migrantes. El gobierno salvadoreño, por su parte, defendió la acción, afirmando que los deportados eran «criminales comprobados» y que su encarcelamiento en este centro era parte de una estrategia para combatir el crimen organizado transnacional. [31] No obstante, familiares de los detenidos y organizaciones humanitarias han denunciado que muchos fueron identificados como miembros del Tren de Aragua basándose únicamente en tatuajes o características físicas, sin pruebas concretas. La situación ha generado tensiones diplomáticas, especialmente con Venezuela, cuyo gobierno ha solicitado la intervención de organismos internacionales para proteger a sus ciudadanos y ha calificado las deportaciones como un «crimen de lesa humanidad» [32]. Hasta la fecha, no se tiene constancia de acuerdos similares entre Estados Unidos y otros países latinoamericanos, como Guatemala u Honduras, para recibir migrantes deportados en centros penitenciarios de alta seguridad. Aunque estos países han anunciado planes para construir megacárceles, no existe evidencia pública de que estén siendo utilizadas para albergar a deportados desde EE. UU. En paralelo, ha cobrado fuerza la llamada política de autodeportaciones: un fenómeno cada vez más documentado en el que miles de migrantes optan voluntariamente por regresar a sus países de origen ante el temor de ser detenidos, separados de sus familias o recluidos en condiciones inhumanas. Esta práctica, promovida indirectamente por el endurecimiento del entorno legal y policial, representa una forma de expulsión encubierta, en la que el Estado no necesita aplicar la fuerza: basta con instalar el miedo. [33] La Administración de Trump ha intensificado esta estrategia mediante diversas medidas. Entre ellas, destaca la implementación de la aplicación CBP Home, que permite a los inmigrantes indocumentados gestionar su salida voluntaria del país. Además, se han anunciado programas de «autodeportación incentivada», que ofrecen asistencia económica y cobertura de los costos de transporte a quienes decidan regresar a sus países de origen. Estas iniciativas han sido presentadas como soluciones humanitarias, aunque han generado críticas por parte de organizaciones de derechos humanos, que las consideran coercitivas y discriminatorias. Asimismo, el gobierno ha impuesto sanciones económicas a los inmigrantes con órdenes de deportación activas, como multas diarias de hasta mil dólares, con el objetivo de presionarlos para que abandonen el país voluntariamente. Estas políticas han sido acompañadas por campañas mediáticas que exhiben imágenes de inmigrantes arrestados y acusados de delitos graves, buscando reforzar la percepción de amenaza y justificar las medidas adoptadas. Estas acciones han generado un clima de temor e incertidumbre entre las comunidades migrantes, llevando a muchos a optar por la autodeportación como única alternativa para evitar la detención y la separación familiar. Sin embargo, expertos advierten que esta decisión puede tener consecuencias legales a largo plazo, como la imposibilidad de solicitar visas o reingresar al país durante varios años. [34] Se ha llegado al punto, la pasada semana, de arrestar a Hannah Dugan, jueza del condado de Miilwaukee por parte del FBI, acusada presuntamente de ayudar a un inmigrante documentado que iba a ser detenido. [35] En este contexto, la política de autodeportaciones se configura como una herramienta más dentro del enfoque restrictivo y punitivo de la Administración de Trump en materia migratoria, priorizando la disuasión y el control sobre la protección de los derechos humanos y la búsqueda de soluciones integrales al fenómeno migratorio. La proliferación de autodeportaciones y las crecientes denuncias por violaciones a los derechos humanos no tardaron en escalar al terreno judicial. A medida que aumentaban las demandas por detenciones arbitrarias, condiciones inhumanas de reclusión y separación familiar, diversos tribunales comenzaron a examinar los límites legales de estas políticas. El clímax llegó en abril de 2025 con el fallo de la Corte Suprema en el caso Trump v. J. G. G. [36], donde se evaluó la constitucionalidad de ciertas prácticas de deportación acelerada aplicadas a solicitantes de asilo venezolanos y centroamericanos. Aunque el Tribunal no invalidó completamente las medidas ejecutivas, sí estableció límites importantes: reconoció el derecho a una audiencia previa a la expulsión en casos donde exista riesgo creíble de persecución y pidió al Congreso una revisión urgente del marco legal migratorio. [37] Además, el tribunal determinó que las impugnaciones legales deben presentarse en el distrito donde los detenidos se encuentran, en este caso, Texas, y no en Washington D. C. Este fallo del Tribunal Supremo marca un punto de inflexión. Aunque no desmantela el aparato de deportación masiva, introduce frenos legales que podrían ralentizar o modular su aplicación. El Congreso, presionado por la sentencia, enfrenta ahora el reto de reformar un sistema migratorio disfuncional, polarizado y cada vez más judicializado. A corto plazo, las agencias federales como ICE y CBP deberán ajustar sus protocolos operativos para evitar litigios, lo que podría generar tensiones internas y nuevas estrategias de externalización migratoria. En definitiva, esta decisión abre un nuevo escenario en el que las políticas migratorias deberán enfrentar no solo el escrutinio social e internacional, sino también los límites que impone el derecho constitucional y el sistema judicial estadounidense.

Expulsiones en el Caribe: el caso dominicano

En el contexto de un endurecimiento regional de las políticas migratorias, la República Dominicana ha intensificado significativamente sus esfuerzos para controlar la inmigración irregular, especialmente la proveniente de Haití. Bajo la Administración del presidente Luis Abinader, se ha implementado una política de deportaciones masivas que ha suscitado preocupaciones tanto a nivel nacional como internacional. Las deportaciones se han producido en un ambiente de creciente temor social hacia el crimen transfronterizo y la infiltración de actores armados provenientes del país vecino. En este contexto, el gobierno ha reforzado el control fronterizo con una combinación de presencia militar, tecnología de vigilancia y medidas de disuasión migratoria. Entre enero y diciembre de 2024, las autoridades dominicanas deportaron a más de 276,000 extranjeros en situación migratoria irregular, siendo la mayoría ciudadanos haitianos. [38] Esta cifra representa un aumento significativo en comparación con años anteriores y refleja una política de deportación sistemática y sostenida. [39] Precisamente, en octubre de 2024, el gobierno anunció un plan para deportar hasta 10,000 haitianos por semana, lo que intensificó los operativos en todo el país. Estos operativos incluyen redadas en barrios, detenciones en hospitales y la demolición de asentamientos informales habitados por haitianos. Una de las prácticas más controvertidas ha sido la deportación de mujeres haitianas embarazadas y lactantes directamente desde hospitales públicos. Organizaciones de derechos humanos, como Amnistía Internacional y expertos de la ONU, han condenado estas acciones, calificándolas de inhumanas y discriminatorias. Se han documentado casos de mujeres deportadas mientras estaban en trabajo de parto, lo que pone en riesgo su salud y la de sus hijos. [40] El gobierno dominicano defiende estas políticas como necesarias para mantener el orden y la seguridad nacional, argumentando que se realizan conforme a la ley. Sin embargo, las críticas internacionales han aumentado, con denuncias de que estas deportaciones masivas violan derechos humanos fundamentales y agravan la crisis humanitaria en Haití La situación ha generado tensiones diplomáticas entre ambos países y ha sido objeto de preocupación por parte de la comunidad internacional, que insta a la República Dominicana a revisar sus políticas migratorias y garantizar el respeto de los derechos de los migrantes. Este caso ejemplifica los desafíos que enfrentan los países de América Latina y el Caribe en la gestión de flujos migratorios, especialmente cuando se combinan crisis humanitarias, políticas de seguridad y tensiones bilaterales. En última instancia, la respuesta dominicana — aunque enmarcada en preocupaciones legítimas de soberanía — también plantea preguntas profundas sobre la proporcionalidad de las medidas, el respeto al debido proceso y la corresponsabilidad regional frente al colapso haitiano.

Conclusión

La región latinoamericana y caribeña atraviesa un momento crítico en materia migratoria. Las recientes oleadas de deportaciones masivas, los retornos forzados — directos o inducidos — y las nuevas estrategias de control fronterizo han profundizado una crisis regional que ya se venía gestando desde hace años. Estas dinámicas, lejos de ser fenómenos aislados, forman parte de una estrategia sistemática de contención migratoria promovida desde Estados Unidos, donde el discurso y la práctica política han convertido al migrante en chivo expiatorio de todos los males nacionales. Donald Trump ha sido el rostro más visible — y agresivo — de esa política. Su obsesión con los migrantes, especialmente los procedentes de América Latina y el Caribe, ha derivado en una arquitectura institucional diseñada para frenar la movilidad a cualquier precio. Bajo su liderazgo, no solo se reforzaron los muros físicos y legales en la frontera sur, sino que se impulsaron programas como «Quédate en México», los acuerdos de tercer país seguro y, más recientemente, el uso polémico de normativas como el ‘Alien Enemies Act’. En el núcleo de esta estrategia, se encuentra una visión profundamente punitiva que identifica al migrante como una amenaza, un enemigo potencial o un invasor, legitimando así políticas de exclusión masiva y expulsión sistemática. El impacto de estas políticas en América Latina y el Caribe es profundo. Más allá de las cifras, lo que está en juego es la estabilidad de sociedades ya marcadas por la desigualdad, la violencia y la fragilidad institucional. Las deportaciones masivas — que afectan no solo a quienes cruzan la frontera, sino también a quienes ya habían echado raíces en Estados Unidos — están desbordando las capacidades de los Estados receptores. El Salvador, Honduras, Guatemala, Haití, Venezuela o República Dominicana reciben cada semana contingentes de personas retornadas que deben ser reinsertadas en contextos de precariedad estructural. En este marco, la llegada de miles de venezolanos deportados o autodeportados a lugares como el CECOT en El Salvador ilustra una nueva fase: la criminalización directa del migrante. El uso de megacárceles como herramienta de gestión migratoria representa una deriva preocupante, donde la seguridad reemplaza a la integración y el miedo sustituye al derecho. Junto a esto, ha cobrado fuerza la política de autodeportaciones, una forma de expulsión encubierta en la que el Estado no necesita aplicar la fuerza: basta con instalar el miedo. Familias que optan por regresar voluntariamente ante el temor de ser detenidas, separadas o recluidas en condiciones inhumanas. En los últimos meses, esta práctica ha sido incluso incentivada económicamente, con programas promovidos por la Administración de Trump que ofrecen el pago del billete de regreso, como si se tratara de un favor, cuando en realidad es una huida forzada disfrazada de opción personal. Todo ello ha generado una reconfiguración migratoria de amplio alcance. La fractura de redes familiares, la interrupción del flujo de remesas y la incertidumbre sobre el estatus legal de millones de personas han alterado no solo la movilidad regional, sino también los modelos económicos que dependen del exilio como fuente de ingresos. Las remesas, que representan un porcentaje significativo del PIB en países como Honduras o El Salvador, se ven amenazadas por estas políticas de retorno, afectando directamente al consumo, la inversión comunitaria y la capacidad de sostener a millones de hogares. Además, el sistema legal y judicial enfrenta hoy sus propios límites. La intervención del Tribunal Supremo estadounidense ha puesto de relieve los desafíos constitucionales de estas medidas, abriendo un espacio de disputa jurídica sobre hasta dónde puede llegar el Ejecutivo en su cruzada contra la migración. Sin embargo, los efectos ya están en marcha. La realidad es que muchos países de América Latina y el Caribe están asumiendo, voluntaria o forzadamente, el rol de frontera avanzada del Norte Global. El balance general es sombrío: se impone una visión utilitaria de la movilidad humana, cuya suerte depende más de los ciclos electorales en el norte que de sus derechos fundamentales. Sin embargo, también emergen resistencias: desde las cortes hasta las calles, pasando por organizaciones de base, redes de solidaridad y propuestas de políticas regionales más justas. El futuro de las deportaciones masivas no está escrito. Se decidirá en múltiples escenarios: en los discursos presidenciales de Washington, pero también en las decisiones legales de los tribunales; en las políticas públicas de Bogotá, San Salvador o Santo Domingo, pero también en la capacidad de movilización de las sociedades afectadas. América Latina y el Caribe tienen ante sí una oportunidad y una responsabilidad: no resignarse al papel de receptores pasivos de una política impuesta, sino construir una estrategia regional de movilidad, derechos y dignidad.

Referencias bibliográficas

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Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE)

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Rocío de los Reyes Ramírez

Rocío de los Reyes Ramírez es analista principal del Instituto Español de Estudios Estratégicos del Centro de Estudios De la Defensa Nacional (CESEDEN) de España.

Licenciada en Historia de América, pertenece al Cuerpo de Archiveros del Estado desde 2000. Ha sido profesora asociada de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Ha impartido regularmente conferencias sobre la geopolítica de América Latina y el Caribe. Sus principales intereses de investigación incluyen las migraciones y los estudios de seguridad y narcotráfico en el continente latinoamericano.

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