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Defense & Security

¿Hacia dónde va la relación transatlántica?

Reunión de Ministros de Defensa de la OTAN durante una reunión de dos días de los Ministros de Defensa de la alianza en la sede de la OTAN en Bruselas, Bélgica, el 14 de febrero de 2023.

Image Source : Shutterstock

by Florentino Portero

First Published in: Dec.04,2024

Jan.24, 2025

La dimensión social de la Alianza

La Organización para el Tratado del Atlántico Norte, el organismo creado por los Estados signatarios del Tratado de Washington para lograr los fines establecidos por la Alianza, es una institución característica del ámbito democrático, cuyos gobiernos dependen de sus respectivas opiniones públicas a la hora de tratar de establecer una política de seguridad. La gente cuenta –y esto es algo que debemos tener muy presente– a la hora de reflexionar sobre su futuro. La respuesta más sencilla y lógica a la pregunta que da título a esta conferencia, la que responde al sentido común, es adonde quieran sus Estados miembros. Y este es el núcleo del problema. ¿Tienen los aliados una visión común? ¿Comparten intereses como en 1949? ¿Siguen pensando que son una comunidad unida por su compromiso con la democracia? ¿Es razonable considerar que conforman un “sistema de defensa colectivo? Sin responder con claridad a estas preguntas resulta muy complicado avanzar en este análisis. Entraríamos en un terreno especulativo. Por otro lado, no podemos ignorar la realidad y esta nos lleva a reconocer que no es previsible que recibamos respuestas claras debido a un conjunto de consideraciones características del tiempo presente. La primera hace referencia a la poca fiabilidad del Estado como consecuencia de la alta fragmentación de la opinión pública. La Globalización y la Revolución Digital están provocando cambios sociales y económicos que han llevado a la población a desconfiar de sus elites políticas. Los partidos tradicionales desaparecen o disminuyen su número de escaños mientras nuevas fuerzas políticas emergen, cuestionando muchos de los paradigmas con los que hemos venido trabajando durante años. Las sociedades de los Estados miembros no tienen tan claro como hace una década el sentido que tiene para ellas la Alianza, porque hay confusión sobre cuáles son en realidad los riesgos, retos y amenazas que las afectan. La segunda es la ausencia de figuras de relieve, con autoridad para ejercer liderazgo, al frente de los gobiernos aliados. No podemos ignorar que en tiempos de incertidumbre el liderazgo es más necesario que nunca, porque en su ausencia resulta en extremo difícil ahormar una posición suficientemente común entre la ciudadanía. La tercera es la constatación empírica de que la Alianza no ha sido capaz de gestionar de manera solvente y profesional las crisis de Afganistán y Ucrania. En el primer caso los aliados europeos decidieron activar el artículo 5º del Tratado de Washington aun no siendo necesario, pero queriendo mostrar así su solidaridad con el Estado que había garantizado su seguridad durante décadas. Sin embargo, en el campo de batalla la gran mayoría se escudó en sus rules of engagement para evitar situaciones complicadas. Se trataba de cumplir con Estados Unidos más que de comprometerse con la victoria. Por su parte, Estados Unidos fue incapaz de mantener unos objetivos y una estrategia en el tiempo, lo que llevó a una humillante derrota ¿Qué sentido tuvo el derroche de vidas y de dinero para que al final volvieran a gobernar los mismos? ¿De qué valió la superioridad tecnológica de la Alianza si fue derrotada por unas milicias mal armadas? En el segundo caso hemos podido constatar que, a pesar de la manifiesta incompetencia de sus fuerzas armadas, de sus limitadas capacidades y de su penosa situación económica, Rusia ha logrado consolidar su control sobre una parte importante del territorio ucraniano y continúa avanzando. Para el ciudadano normal resulta incomprensible que, habiéndonos comprometido a recuperar todo el territorio de soberanía ucraniano y siendo mucho más ricos, nuestra estrategia haya llevado a Ucrania a la lamentable situación en que se encuentra. ¿Por qué no le ofrecimos desde el primer momento el armamento que necesitaba? ¿Por qué le hemos privado de la victoria con la que formalmente nos comprometimos? La cuarta es una derivada de la anterior. En este contexto ¿Tiene sentido que el ciudadano confíe en la Alianza? ¿No es acaso comprensible que trate de refugiarse en el marco nacional y que tema que la Alianza, en manos de personas no cualificadas, lo arrastre a escenarios que no son críticos para su vida? Nos guste o no, la desconfianza del ciudadano en la OTAN está tan justificada como su intuición de que sólo ella puede garantizarle su seguridad, que incluye tanto su libertad como su bienestar.

Qué es la Alianza hoy

En unas circunstancias tan complejas como las que estamos viviendo es virtualmente imposible que una organización compuesta por treinta y dos Estados miembros pueda ser una comunidad comprometida con la defensa y la promoción de la democracia. La mera referencia a Turquía, Hungría o España es prueba de hasta qué punto hay en su seno naciones que están en otra deriva. La evolución de los sistemas políticos europeos apunta a un agravamiento de la situación más que a la excepcionalidad de los casos citados. La comunidad, así como la idea de que constituye un “sistema de defensa colectivo”, responde al ámbito de las aspiraciones. La Alianza ha sido un “sistema de defensa colectivo” y no dudo que hay aliados que continúan actuando coherentemente con esta idea. Sin embargo, dejando a un lado formalidades, creo que a la hora de valorar la relación trasatlántica debemos centrarnos en su estricta condición de alianza. La OTAN es un activo que nadie quiere perder, por mucho que en su actual estado deje mucho que desear. Su fortaleza no reside en la común percepción de la amenaza, en la solidaridad de los miembros, en las capacidades disponibles o en compartir una estrategia, a todas luces inexistente. Lo que hace que sus miembros quieran mantenerla viva es el acervo acumulado tras 75 años de experiencias compartidas y la profunda sensación de inseguridad ante la doble constatación de un mundo en cambio profundo y unas defensas nacionales mal preparadas desde cualquier punto de vista. Fuera de la Alianza hace aún más frío. La OTAN nos proporciona un punto de partida para tratar de reaccionar de manera conjunta, a sabiendas de que, en realidad, salvo Estados Unidos ningún Estado miembro tiene tamaño crítico para poder ejercer como “actor estratégico”. Tenemos una historia, un marco institucional, órganos civiles y militares, unas doctrinas, unos medios… que nos permiten tratar de adaptarnos sin necesidad de partir de cero.

La perspectiva europea

En estos últimos años los Estados europeos miembros de la Alianza han vivido el contraste entre la reivindicación de que la Unión Europea debía asumir la condición de “actor estratégico” y la dura e implacable realidad de su impotencia para hacer frente, con una mínima profesionalidad y solvencia, a las crisis de Oriente Medio y Ucrania. En paralelo han pasado del desprecio a Estados Unidos, por su errática política exterior y su incapacidad para culminar con éxito sus iniciativas exteriores, a buscar, una vez más, cobijo bajo su musculatura militar, ante la evidencia de su insolvencia para entender la política internacional y actuar en consecuencia. Parece fuera de toda duda que la dinámica del proceso de integración europeo se dirige hacia su constitución en una federación. La cesión de ejercicio de soberanía que fue la moneda única supuso un hito, el de la constitución de la “Europa política” a partir del Tratado de Maastricht. Paulatinamente nos acercamos hacia una política fiscal única, con unión bancaria, fondo monetario europeo… hacia la consolidación, en fin, de una política económica y monetaria. Unos intereses económicos comunes de esta magnitud exigen tanto de un ámbito jurídico como de una acción exterior compartidas. Sin embargo, el factor tiempo juega un papel fundamental. El paso de las generaciones nos ha permitido ir avanzando, superando prejuicios nacionalistas. A pesar del formidable camino recorrido, que se manifiesta fácilmente en el reconocimiento por parte de los jóvenes de que vivimos en un entorno cultural común, la realidad es que todavía estamos lejos de constituir lo que hace décadas Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón denominaba un “pueblo europeo”. Una cosa es ceder a las instituciones europeas determinadas políticas públicas y otra, sin duda muy distinta, el ejercicio de acciones característicamente soberanas. La historia y la geografía cuentan y debemos reconocer que todavía no hemos llegado a conformar esa identidad continental que nos permita afrontar de manera creíble el formidable reto de constituir una acción exterior común. Obvias son las ventajas de planificar conjuntamente, de disponer de las mismas capacidades, pero, por encima de todo, está su viabilidad. La Unión todavía no está en condiciones de reemplazar el liderazgo norteamericano. Esta cura de humildad se trasforma en un flujo de energía en favor de la Alianza, asumiendo como inevitable la realización de cambios que permitan su adaptación a un nuevo entorno internacional. Hace años que somos conscientes de que el Tratado de Washington, y en especial su artículo 5º, son anacrónicos. La emergencia de nuevos dominios –espacial, cibernético y cognitivo– y el desarrollo de las estrategias híbridas cuestionan algunos de sus fundamentos. Aun así tratamos de adaptarnos sin afrontar una reforma del tratado, en un ejercicio de prudencia comprensible pero arriesgado. Somos conscientes de que el teatro europeo no es el mismo que en 1949, que la Globalización y la “competición entre grandes potencias” en la carrera por ganar la “Revolución Digital” han dado forma a un escenario sensiblemente diferente al que debemos incorporarnos, pero sentimos vértigo por salir de nuestra propia zona geográfica, cuando ni siquiera estamos en condiciones de enfrentarnos de manera solvente a nuestros propios problemas.

La perspectiva estadounidense

La sociedad norteamericana vive, desde la creación de los Estados Unidos, la contradicción entre su vocación aislacionista y su dependencia del comercio exterior. Teme verse involucrada en los asuntos de otros, con un coste elevado. Sin embargo, la dimensión mercantil de su economía exige de libertad de navegación, seguridad jurídica, acceso a materias primas y posibilidad de penetrar en otros mercados, condiciones que abocan a un protagonismo internacional. De la I y II guerras mundiales aprendieron que no era posible dar la espalda a lo que ocurría en otros países, que tenían que comprometerse con la seguridad internacional, tratando de establecer un orden que garantizase sus intereses nacionales. Tras años de intervención en conflictos internacionales que se prolongaban sin aparente fin, el sentimiento aislacionista y nacionalista ha crecido, como clásico efecto pendular. En este contexto es comprensible que en el debate público se cuestione abiertamente su presencia en la Alianza Atlántica. ¿Es la OTAN una garantía de la seguridad de Estados Unidos? En los años inmediatamente anteriores a la Cumbre de Madrid resultaba evidente que la Alianza carecía de una amenaza que la cohesionara, de una estrategia que guiara sus pasos y de unas capacidades que le permitieran realizar actividades combinadas. A nadie le puede sorprender, pues, que desde la segunda legislatura de la Administración Bush se vengan sucediendo declaraciones de altos dignatarios advirtiendo de la peligrosa deriva de la Organización o amenazando con su retirada. Se ha hablado mucho de la baja inversión en defensa de buena parte de los aliados europeos. Es evidente que sin inversión no hay modernización y sin ella se produce un desacople tecnológico que impide la acción conjunta de las fuerzas armadas de los distintos Estados miembros. Sin embargo, lo realmente grave es lo que implica de abuso y desconsideración respecto de Estados Unidos. De ahí las reacciones encendidas que nos llegan desde la otra orilla. Es indecente que gastemos en bienestar, alcanzando cotas inalcanzables para un estadounidense medio, mientras les dejamos correr con el coste de nuestra seguridad, tanto en términos económicos como de vidas humanas. Tan grave o más que la falta de inversión es la ausencia de una visión compartida y de una estrategia, pero es comprensible que el debate se haya focalizado en la inversión, un elemento instrumental. Para los aliados europeos aumentar la inversión en defensa en las actuales circunstancias económicas va a resultar tan difícil como doloroso, pero no va a ser menos difícil ni doloroso llegar a un acuerdo que dé sentido a la existencia de la OTAN en los próximos años. Uno de los pocos consensos en el Capitolio es el de considerar a China como su principal rival, hecho en torno al cual gira toda su política económica, exterior y de defensa. En el Concepto Estratégico aprobado en Madrid podemos leer que China es un “reto sistémico” para todos nosotros. ¿Qué política hemos derivado de esta afirmación tan categórica? ¿Hay una visión atlántica al respecto? Es difícil imaginar que la Alianza pueda tener futuro si los Estados de ambas orillas del Atlántico no llegan a una posición común sobre cómo entenderse con la gran potencia asiática. En el mismo documento nos encontramos con la afirmación de que Rusia es una “amenaza”, lo que no casa con declaraciones de dirigentes norteamericanos de ambos partidos, aunque más de la bancada republicana que de la demócrata. No es aceptable ni responsable que, tras la aprobación de un documento de esta importancia, apenas dos años y medio después Estados Unidos actúe como si el problema no fuera con ellos. Dejando a un lado aspectos formales. ¿Es Rusia una amenaza para Estados Unidos? ¿En qué medida el comportamiento del Gobierno de Moscú en Europa Oriental afecta a los intereses nacionales norteamericanos? ¿Tiene algún sentido que Estados Unidos se involucre en la Guerra de Ucrania? ¿Fue el comportamiento de Biden el reflejo de un veterano de la Guerra Fría, ajeno a las circunstancias internacionales de nuestros días? El establecimiento de la Alianza Atlántica no fue el resultado de que en los primeros años de la postguerra los dirigentes estadounidenses estuvieran convencidos de que la Unión Soviética suponía una amenaza a sus intereses nacionales. Bien al contrario, eran perfectamente conscientes de que no lo era. Lo que les preocupaba era la extrema debilidad de los Estados europeos, arrasados por una guerra brutal, la ausencia de una cultura democrática, el alto riesgo de que corrientes totalitarias se alimentaran de la miseria y la incertidumbre y llevaran de nuevo al Viejo Continente a una III Guerra Mundial. Los gobiernos europeos sentían la presión soviética. La zona ocupada por el Ejército Rojo vivía el exterminio de las instituciones representativas, Alemania se debatía entre la neutralidad y la partición, los partidos comunistas ganaban posiciones parlamentarias en Estados tan significativos como Francia o Italia, amparados por el prestigio ganado en la Resistencia. Para los analistas norteamericanos la valoración europea de la amenaza soviética era exagerada, pero sus efectos podían resultar preocupantes. Estados Unidos optó por comprometerse con la reconstrucción europea para evitar su deriva hacia la fragmentación y el totalitarismo, porque las consecuencias de esta deriva sí podrían afectar directamente a sus intereses nacionales. Establecieron una estrategia integral apoyada en dos pilares, el Plan Marshall y la Alianza Atlántica. La OTAN ha sido y es un instrumento para garantizar la cohesión y la democracia en el Viejo Continente. La segunda Administración Trump tiene que resolver la tensión entre la demanda aislacionista de la ciudadanía, la exigencia de crear puestos de trabajo en suelo patrio mediante la erección de barreras arancelarias, la necesidad de garantizar cadenas de suministro y distribución y la consolidación de alianzas o entendimientos entre distintos bloques regionales frente a las iniciativas chinas. Es un cúmulo de acciones contradictorias envueltas en la demagogia populista característica de nuestros días, pero que exigirán decisiones en tiempos marcados por la sucesión de crisis.

Tiempo de decisiones

Una organización habitada por funcionarios no necesita sentido para seguir funcionando. De 9 de la mañana a 5 de la tarde un personal cualificado moverá papeles de un despacho a otro, haciendo gala de su profesionalidad y operatividad. Sin embargo, conviene no confundir la OTAN con la Alianza. Esta última sí necesita sentido, el que ahora está en cuestión. Queramos o no, estos próximos años van a ser fundamentales para su futuro. Seremos testigos de cómo las decisiones que se tomen sobre un conjunto de circunstancias y debates acabarán determinándolo, así como el del vínculo entre las dos orillas del Atlántico. Como ocurrió en su origen, ese vínculo irá mucho más allá de la seguridad, que es instrumental para la consolidación de esa comunidad que fue aspiración original y que hoy destaca por su ausencia. La Guerra de Ucrania es, sin lugar a duda, el tema capital en la relación trasatlántica, pues coloca sobre la mesa de negociación buena parte de los temas fundamentales que cuestionan su mera existencia. Estamos ante un conflicto continental que surge tras un intento diplomático ruso de llegar a un acuerdo sobre un nuevo equilibrio de fuerzas. La propuesta de Moscú exigía la retirada de unidades norteamericanas de zonas colindantes con su territorio y de su armamento nuclear depositado en el Viejo Continente. El Gobierno de Putin se sentía agredido por la ampliación de la OTAN y de la Unión Europea hacia el Este y exigía una compensación. Al no conseguirlo inició su tercera campaña sobre Ucrania y quinta sobre territorios que formaron parte de la Unión Soviética. No es una campaña que pueda entenderse en lógica bilateral Rusia-Ucrania, sino como parte del esfuerzo de un renacido imperialismo ruso por reconstituir su espacio histórico de influencia. Esta invasión no es la primera y, salvo que la Alianza actúe con inteligencia, no será la última. El papel jugado por los europeos ha sido decepcionante. Su respuesta a las agresiones previas –Moldavia, Georgia, Crimea y Donbás– fue el perfecto ejemplo de cómo unas elites supuestamente educadas no aprenden nada de la historia. Franceses, alemanes e italianos cometieron conjuntamente los mismos errores que Chamberlain en Múnich, pensando que el agresor se daría por satisfecho reconociendo su derecho a la agresión, cuando, en realidad, le estaban animando a seguir adelante, a preparar nuevas aventuras expansionistas. Esa actitud provocó la lógica irritación y desconfianza en el espacio eslavo-escandinavo, que en ningún momento se llevó a engaño sobre el proceso en curso por el Gobierno ruso. Esas potencias no quisieron creer los avisos de la inteligencia norteamericana sobre la disposición rusa a invadir y reaccionaron tarde y mal. Todo ello unido al viejo problema de la falta de inversión en defensa, que convertía a las fuerzas armadas europeas en inoperativas y a su industria en impotente a la hora de dar respuesta a una demanda de capacidades militares en un tiempo breve. Si los europeos no se toman en serio su defensa, si se han acostumbrado a parasitar el liderazgo norteamericano, es comprensible el malestar de sus elites con sus aliados europeos. La Administración Biden trató de aprovechar la Guerra de Ucrania para reconstituir la Alianza, pero la estrategia de desgaste aplicada, renunciando a la victoria por miedo a sus consecuencias políticas y militares, ha abocado a un número de bajas ucraniano muy alto y al cansancio de la opinión pública que, siguiendo el plan ruso, presiona a través de nuevas formaciones políticas de derecha e izquierda para lograr un inviable entendimiento con Rusia a costa de Ucrania. En el nuevo escenario internacional, caracterizado por la competición entre grandes potencias para lograr la hegemonía tecnológica en el marco de la Revolución Digital, Estados Unidos necesita a Europa como Europa necesita a Estados Unidos. Rusia no supone una amenaza directa a los intereses norteamericanos, pero se ha convertido en un vasallo de China y un instrumento de Pekín para debilitar la cohesión del bloque occidental. La Administración Trump no debe caer en la tentación de dar la espalda a sus aliados, por muy irresponsables e incompetentes que sean, porque supondría ceder terreno al rival. Una política aún más proteccionista podría empujar a Estados europeos, si no a la propia Unión, a buscar mercados alternativos en China. Una política de aún mayor retraimiento animaría tanto a la división entre las potencias continentales como a la búsqueda de una equidistancia entre las dos superpotencias. Lo que está en cuestión es mucho más que aranceles o inversión en defensa. Lo que vamos a decidir en breve es si somos una comunidad o no, si afrontamos juntos los retos de un tiempo nuevo o si optamos por la separación. En el marco de la Alianza Atlántica Estados Unidos cuenta con valiosos aliados, en especial el Reino Unido y los bloques eslavo y escandinavo. Tratar de hallar una salida diplomática a la Guerra de Ucrania podría suponer un éxito para Rusia, al reconocer su derecho a alterar las fronteras de Europa por la fuerza, y la pérdida de confianza de estos aliados, conscientes de que también Trump habría caído en la trampa de Múnich, que a pesar de su retórica chulesca habría acabado representando el papel de Chamberlain. Ese sería un gravísimo error por parte de Estados Unidos que, bien al contrario, debería apoyarse en estos países para contener el expansionismo ruso y enviar un mensaje muy claro a Pekín sobre su compromiso con la actualización y cohesión de la comunidad occidental. Una actualización que exigiría de los aliados, esta vez sí, el compromiso con la inversión en defensa y con la disposición a utilizar, llegado el caso, sus capacidades. La Alianza necesita una estrategia. El concepto aprobado en Madrid era sólo el marco político para poder desarrollarla. Corresponde a la Administración Trump liderar su desarrollo para, finalmente, poder acordar qué hacer ante la “amenaza” rusa y el “reto sistémico” chino. La crisis de Oriente Medio se está desarrollando en un escenario determinado por dos frentes constituidos tras años de labor diplomática: los “acuerdos Abraham” y el Eje de Resistencia. La agresión de Hamás a Israel se ha sustanciado con una dura campaña militar en la Franja de Gaza, que ha dañado muy seriamente las capacidades políticas y militares de la formación islamista y que se ha extendido al Líbano, donde Hizbolá está sufriendo igualmente un muy duro castigo. También Irán ha visto como su industria de defensa, sus sistemas de artillería antiaérea y, más limitadamente, su red nuclear ha sufrido un severo daño al tiempo que su sistema de inteligencia ha sido humillado y degradado. En este contexto, y a pesar del daño sufrido por la población gazatí, el bloque reunido tras los Acuerdos Abraham se ha mantenido cohesionado, consciente de los chantajes de Hamás y del coste que habría tenido ceder ante ellos. Por el contrario, Europa se ha presentado desunida, carente de una visión estratégica, sin entender que no era un problema entre israelíes y palestinos, sino un conflicto instrumental dirigido a socavar los regímenes árabes no alineados con el Eje de Resistencia. Su crítica a Israel por los efectos de su campaña militar sobre la población gazatí ignoraba conscientemente tanto la responsabilidad de Hamás al convertirla en escudo humano como el coste que para todos nosotros –árabes, israelíes y europeos– habría tenido aceptar el chantaje de Hamás y no continuar la campaña. ¿Cómo es posible que hayamos olvidado tan fácilmente cómo se derrotó a las potencias del Eje? ¿Qué habría ocurrido en Europa durante la II Guerra Mundial si hubiéramos seguido las exigencias de la Unión Europea en la Guerra de Gaza? Oriente Medio es un espacio crítico para la Alianza Atlántica. Es comprensible la irritación de Estados Unidos con buena parte de sus aliados europeos que, una vez más, han actuado de manera frívola e irresponsable, incapaces de pensar en términos estratégicos. Israel hace ya años que optó por vivir de espaldas a Europa, ante un comportamiento que asimila a un antisemitismo de nuevo cuño. El bloque árabe agradece la sensibilidad europea por el sufrimiento del pueblo gazatí o libanés, pero busca en Estados Unidos y en Israel el paraguas de seguridad ante el Eje de Resistencia, que le plantea un reto de subversión interna, de guerra asimétrica y de amenaza nuclear. Una Alianza renovada necesita fijar una estrategia para el espacio MENA en torno a la contención del islamismo y a la consolidación de regímenes moderados. China y Rusia están aprovechando la situación de inestabilidad para penetrar y dificultar la labor de nuestras misiones. Para ellos la inestabilidad en nuestro frente sur es un objetivo estratégico, que alimentaría la migración y la inseguridad y, con ellas, la división en la Alianza y en la Unión. El bloque árabe-israelí desconfía de Estados Unidos, por su incapacidad para mantener una estrategia en el tiempo, y no cuenta con los europeos. Sólo una posición firme de la Alianza en favor de este conjunto de países y en contra del Eje de Resistencia podría superar esta situación y garantizar tanto la cohesión de la Alianza como su autoridad en la región. Las circunstancias que llevaron a la creación de la Alianza quedaron atrás. Son historia. Sin embargo, en la actualidad la Alianza es más necesaria que nunca. Las circunstancias son otras, pero la comunidad de valores e intereses es la misma, aunque no todo el mundo lo pueda entender. Disolver esa comunidad sería un gravísimo error que sólo beneficiaría a aquellas potencias cuyo objetivo no es otro que “revisar” nuestro legado. Revivirla no resultará fácil. Exigirá un trabajo de concienciación política y de alta diplomacia. Retos imposibles de alcanzar sin un liderazgo a la altura de los tiempos.

First published in :

Fundación FAES

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Florentino Portero

Investigador senior de la Fundación Civismo.

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